Kaito no recordaba cómo había llegado hasta ahí.
El mundo había perdido definición. Los bordes se difuminaban, la noche pesaba en sus hombros como una losa de concreto, y la sangre en sus manos —seca, cuarteada, aún tibia en la memoria— seguía recordándole que había fallado otra vez.
Mei. Haru.
Dos cuerpos. Dos heridas abiertas en el mismo lugar del alma. Una historia que parecía repetirse como un castigo inevitable.
Cuando levantó la vista, estaba frente a la puerta del apartamento de Noa.
Ni siquiera lo pensó. Solo… tocó.
La puerta se abrió y Noa apareció con su overol manchado de colores, el rostro decorado con pequeñas pinceladas involuntarias de azul y rojo. Tenía una brocha aún en la mano, y su cabello estaba recogido de forma desordenada. Abrió los ojos, sorprendida.
—¿León? —alcanzó a decir, pero no hubo tiempo para más.
Él avanzó un paso, tomó su rostro con ambas manos —manos heridas, ensangrentadas, temblorosas— y la besó.
El mundo dejó de girar.
Fue un beso urgente, quebrado, como si tratara de apagar un incendio con los labios. Noa no se movió. Solo cerró los ojos, dejándose llevar por la verdad que hablaban sus gestos, su desesperación, el temblor contenido en su alma.
Cuando él se separó, jadeando apenas, bajó la mirada con culpa.
—Lo siento... —susurró—. No debería estar aquí. No sé por qué vine. Esto... esto es una mala idea.
Intentó retroceder, dar un paso lejos de ella, pero Noa alzó una mano con suavidad y lo tomó por la nuca, atrayéndolo otra vez hacia ella. Su otra mano fue al pecho de él, justo donde el corazón golpeaba desbocado.
—Shh —murmuró, y lo besó esta vez ella, lenta, profunda, con ternura. Como si pudiera calmar la tormenta dentro de él solo con sus labios.
Cuando se separaron, Noa apoyó su frente sobre la de él. Sus dedos, todavía manchados de pintura, se enredaban en su cabello rubio. Lo miró a los ojos. No preguntó. No pidió explicaciones.
Solo le susurró:
—Estás a salvo.
Noa no dijo nada más.
Solo tomó su mano —áspera, con los nudillos partidos, aún manchada de sangre seca— y lo condujo con calma por el apartamento. Cada paso parecía arrastrar todo el peso del mundo. Kaito no se resistió. Solo la siguió.
Lo llevó al baño, donde la luz cálida iluminaba los azulejos viejos y las botellas de pintura olvidadas en el lavamanos. Sin decir una palabra, abrió el grifo y dejó que el agua fluyera. Luego tomó una toalla pequeña, la humedeció, y se arrodilló frente a él.
Kaito la miró en silencio mientras Noa comenzaba a limpiar sus manos. Cada trazo era cuidadoso, casi ritual. Como si ella supiera que no solo estaba limpiando sangre: estaba tratando de sanar lo que no se podía ver. Pasó la toalla por los dedos, por las palmas llenas de cortes, y luego por el rostro, donde un hilo seco de sangre le cruzaba el pómulo.
Cuando terminó, dejó la toalla a un lado y lo miró a los ojos.
Fue entonces cuando lo vio de verdad.
La tristeza.
El cansancio.
La culpa que lo envolvía como una segunda piel.
Noa se puso de pie lentamente. Sus manos fueron a los hombros de Kaito. Le quitó la chaqueta oscura, la que siempre llevaba con el símbolo de Guren, y la dejó caer al suelo sin preocuparse por dónde caía. Luego se sentó sobre él, a horcajadas, acomodándose en sus piernas. Lo sostuvo del rostro, con las yemas de los dedos descansando suavemente sobre su mandíbula.
—¿Qué pasó? —preguntó en voz baja.
Kaito cerró los ojos un instante. Su primer impulso fue callar. Guardarlo todo. Alejarse antes de que ella entendiera lo que él era de verdad.
Pero ya no podía mentirle.
—La primera vez que perdí a alguien fue a mi novia —dijo, sin mirar—. Estaba en mis brazos… llena de sangre. Era la única persona que me hizo sentir que aún tenía algo que ofrecer. Que no estaba completamente roto.
Noa no se movió, ni parpadeó. Solo lo escuchaba.
—Hoy… encontramos a Haru. —Su voz se quebró apenas—. Tenía el mismo cuerpo destrozado, la misma sangre en la boca. La misma mirada apagada. Y no sé si va a sobrevivir. No lo sé. No sé si quiero saberlo.
Su respiración era entrecortada.
—Yo… ni siquiera sé si yo voy a sobrevivir.
Noa apoyó su frente contra la de él de nuevo, sus dedos acariciando sus mejillas con una ternura infinita.
—Estás aquí. Eso es suficiente por ahora —susurró.
No intentó darle consuelo vacío. No le dijo que todo estaría bien. Solo se quedó ahí, sosteniéndolo como si el peso de su dolor no fuera demasiado. Como si fuera capaz de compartirlo.
Kaito no lloró. Pero sintió que algo se rompía por dentro… y que, por primera vez, no dolía tanto como antes.
El silencio entre ellos no era incómodo. Era necesario.
Kaito bajó la mirada, aún sin poder entender del todo por qué estaba ahí, por qué sus pasos lo habían llevado a ese lugar y a esa mujer, que con sólo tocarlo parecía arrancarle las cadenas que había llevado por años.
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Editado: 13.05.2025