Kaze no Yoru

Capitulo 35

El chirrido leve de los zapatos sobre el suelo pulido rompió el silencio. La doctora apareció al fondo del pasillo, con el rostro cansado y la bata salpicada con manchas que hablaban de urgencia. Todos se pusieron de pie al instante, como si un resorte invisible los levantara.

—Está estable —informó, con una voz suave pero firme—. No está fuera de peligro, pero logró resistir la cirugía. Ahora está dormido. Solo puede pasar una persona.

La madre de Haru se cubrió la boca con ambas manos, conteniendo el sollozo que le escapaba por los ojos. Ren fue quien la sostuvo por el brazo y la acompañó mientras caminaba lentamente hacia la habitación. Nadie dijo una palabra. Todos la vieron desaparecer tras la puerta como si llevase un pedazo de ellos consigo.

Ren regresó al grupo, y fue entonces cuando lo sintió. Miradas que no compartían alivio, sino determinación.

Riku. Tetsuya. Kaito.

Sus ojos no se encontraron por casualidad, ni por preocupación. Había un lenguaje secreto en esos gestos. Una decisión ya tomada.

Ren frunció el ceño. Dio un paso hacia ellos.

—¿Qué están pensando?

Riku fue el primero en reaccionar. Dio un paso al frente, sus hombros duros, su mirada oscura.

—Sé que es posible que me odies por lo que estoy a punto de hacer, Ren. Pero no puedo quedarme quieto después de lo que le hicieron a Haru.

Tetsuya bajó la mirada, como si arrastrara siglos de violencia heredada. Cuando volvió a levantarla, había hierro en sus ojos.

—No podemos perdonar esto. Ellos no vinieron por un error. Vinieron a rompernos. Y no van a parar.

Ren contuvo la respiración. Miró a Kaito. Su última esperanza.

Pero Kaito sostuvo su mirada con una tristeza vieja, rota.

—Lo siento, Ren. Tú mejor que nadie sabes que no se los voy a perdonar. Hoy fue Haru. Mañana puedes ser tú. Y no voy a permitirlo.

El silencio fue una mordaza entre todos. Solo el pitido lejano de alguna máquina médica les recordaba que la vida seguía, aferrándose.

Ren giró entonces hacia Noa, los ojos suplicantes. Pero Kaito fue más rápido.

—Nunca debí haberte traído a esto —le dijo a Noa, con la voz apenas un murmullo áspero—. Es posible que después de lo que haga… no me vuelvas a ver.

Noa no se movió durante un segundo que pareció eterno. Luego dio un paso hacia él. Lo tomó de la mano.

—Acaba con ellos, León —dijo con voz firme—. Y vuelve.

Un silencio reverente cayó sobre todos. Las palabras de Noa no solo eran un permiso, eran una promesa.

Kaito sostuvo la mirada de Noa por un instante, y algo en sus ojos —esa mezcla de dolor y ternura intacta— le golpeó más fuerte que cualquier puño. En ese reflejo silencioso, vio una posibilidad remota, casi ridícula: una vida sin sangre, sin persecuciones, sin tener que enterrar a los suyos. Una vida donde pudiera dormir sin el peso de la culpa, donde Noa pudiera sonreír sin miedo.

Y por un segundo, solo uno, deseó con toda el alma que fuera posible.

Riku se acercó a Ren. Ella bajó la cabeza, pero él le levantó el mentón con cuidado. En sus ojos brillaba algo que Ren no recordaba haber visto en años: ternura.

Ren tragó saliva.

—Recuerda comprar panecillos calientes cuando regreses… para acompañar el café —dijo, con una media sonrisa temblorosa.

Riku sonrió también. Asintió.

—Lo prometo.

Y sin decir nada más, tres sombras comenzaron a caminar hacia la salida. Bajo las luces del hospital, parecían más grandes, más pesadas… como si cada paso los arrastrara a una guerra que ya era inevitable.

Pero en la sala, entre máquinas y sillas de espera, quedó algo suspendido en el aire: un hilo invisible de amor, dolor, y promesas calientes con sabor a pan y café.

Las puertas del hospital se cerraron tras ellos con un susurro metálico. Afuera, la noche se había asentado por completo. Las luces del hospital teñían la acera de un blanco azulado, y la brisa arrastraba el eco lejano del tráfico.

Tetsuya, Kaito y Riku caminaron en silencio unos metros, cada uno cargando con su propio silencio como si fuera una lápida invisible. Hasta que una sombra se despegó del muro, como si la noche misma tomara forma humana.

—Pensé que no saldrían nunca —dijo Shin, con su media sonrisa ladeada.

Kaito alzó una ceja. Riku, en cambio, frunció el ceño de inmediato.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó con dureza—. No tienes que quedarte. Esto no es tu asunto.

Shin soltó una risa seca, sin humor.

—¿Y tú sí, Riku? ¿Tú no lo entiendes todavía?

Riku avanzó un paso. Sus ojos, aún enrojecidos por el hospital, ardían con preguntas no formuladas.

—No necesito que nadie me siga por culpa de promesas viejas.

—No es culpa —lo cortó Shin, y su sonrisa se desvaneció por completo—. Es lealtad. Si dejo que Akihiro te mate, Rio jamás me lo perdonaría.




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