El pasillo del hospital estaba envuelto en un silencio espeso, solo roto por el zumbido lejano de las máquinas y los pasos ocasionales de alguna enfermera. Ren y Noa estaban sentadas juntas en un banco de metal, una al lado de la otra, sin hablar. El tiempo parecía haberse detenido.
Ren miraba hacia el suelo, jugueteando con sus manos entrelazadas. Sus ojos estaban enrojecidos, pero secos. Noa, en cambio, mantenía la vista clavada en un punto lejano, sin ver realmente nada. La luz artificial del pasillo dibujaba sombras suaves sobre su rostro.
Pasaron varios minutos así, hasta que Ren rompió el silencio, su voz apenas un susurro:
—¿Por qué lo animaste? A Kaito. ¿Por qué le dijiste que lo hiciera?
Noa desvió lentamente la mirada hacia ella. Reclinó la cabeza contra la pared, cerró los ojos un instante, y suspiró. Su voz fue pausada, cargada de una honestidad sin adornos:
—Porque no soy nadie para impedirle hacer algo… ni para cambiar lo que es. —Abrió los ojos y miró hacia el techo—. Yo no lo conocí en las calles como tú. No lo vi sangrar. No cargué su peso. Pero lo vi llegar a mi puerta esta noche, roto. No físicamente… roto por dentro. Y entendí que ese dolor no se cura con palabras ni con amor. Solo con verdad.
Ren guardó silencio, observando a Noa con una mezcla de sorpresa y respeto. Noa se giró un poco hacia ella, con la voz más baja, casi temblorosa.
—Lo animé porque… aunque sea un desastre, aunque viva a punto de romperse… quiero conocerlo. De verdad. Si eso significa verlo pelear una vez más, entonces espero —hizo una pausa— que al menos después de todo esto… tengamos tiempo.
Ren sonrió, pero fue una sonrisa amarga, triste. Su mirada se perdió un momento en el recuerdo.
—Lo he visto muchas veces entrar por la puerta de mi clínica, tambaleándose, cubierto de golpes, de cortes… de cicatrices nuevas. Nunca decía mucho, solo se sentaba y dejaba que lo curara en silencio.
—Suspiró—. Una parte de mí pensó que algún día dejaría de aparecer. Que no volvería. Que sería uno más de los que no logran salir.
Ambas quedaron calladas. Solo el sonido de un monitor cardiaco, muy lejano, marcaba el paso del tiempo.
—¿Y por qué nunca lo detuviste tú? —preguntó Noa con suavidad.
Ren la miró de reojo, pensativa.
—Porque entendí que no puedo salvarlo. Lo único que puedo hacer es estar aquí… si regresa.
El silencio volvió, pero era distinto. Más liviano. Cargado de una comprensión compartida entre dos mujeres que, sin proponérselo, habían aprendido a admirar a un hombre cuya alma parecía hecha de ruinas.
Después de un rato, Noa apoyó suavemente su cabeza en el hombro de Ren, y Ren, sin pensarlo, la rodeó con el brazo. Allí se quedaron, dos faros en medio de la tormenta, esperando la luz o la sombra que llegaría con la mañana.
La calma del pasillo se rompió con el eco pausado de unos pasos conocidos. Ren levantó la cabeza al reconocer la figura del profesor Takayanagi acercándose con expresión grave, el rostro ligeramente demacrado por el cansancio y la preocupación.
—Ren… —dijo, apenas con un hilo de voz mientras llegaba junto a ellas.
Ren se levantó al instante. El profesor le abrió los brazos y ella se fundió en un abrazo con él, sintiendo un raro tipo de alivio en medio de tanto dolor. Takayanagi le sostuvo con fuerza, como si fuera su propia hija.
—Lo siento tanto… —murmuró el profesor—. Me enteré hace poco. Vine en cuanto pude.
—Gracias por venir —susurró Ren, y al separarse, sus ojos estaban húmedos otra vez—. Aún no sabemos mucho. Haru… salió de cirugía y está en observación. Lo único que podemos hacer ahora es esperar.
Takayanagi asintió lentamente, su expresión se ensombreció aún más. Miró alrededor, reconociendo en el ambiente ese silencio denso que solo habita en los hospitales cuando hay vidas pendiendo de un hilo.
—Quería que lo supieras —dijo tras un suspiro—. Hablé con la Universidad, con el decano de artes. En complicidad con su madre les mostré algunos de los trabajos que Haru hizo en la preparatoria… y accedieron. Conseguí una beca completa para él. Todo cubierto.
Ren sintió que algo se rompía en su pecho. Se llevó una mano al rostro, tratando de contener las lágrimas, pero era inútil. Dio un paso hacia él y lo abrazó otra vez, esta vez más fuerte.
—Gracias… gracias por creer en él —murmuró.
—Ese chico tiene un talento brutal —respondió el profesor, con una ternura firme—. Y un corazón que… bueno, no es común en estos días. Solo espero que tenga la oportunidad de usarlo.
Ambos se quedaron en silencio un momento. Noa, de pie detrás, observaba la escena con un nudo en la garganta, sintiéndose de pronto parte de una historia mucho más profunda y dolorosa de lo que había imaginado.
Takayanagi aflojó el abrazo y colocó ambas manos sobre los hombros de Ren.
—Va a salir de esta, Ren. Te lo prometo. Ese chico es un luchador. No se va a rendir ahora.
Ren asintió, limpiándose las lágrimas con los dedos, tratando de aferrarse a esas palabras como si fueran un ancla en medio del oleaje. No dijo nada. No hacía falta. Solo esperó, con el corazón en vilo, que las puertas al final del pasillo se abrieran con una buena noticia.
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Editado: 30.06.2025