El silencio del anochecer era denso, casi antinatural, cuando Riku, Kaito, Tetsuya y Shin llegaron al lugar señalado en el mensaje: una fábrica olvidada, a las afueras del distrito industrial. Era un coloso de concreto agrietado, con ventanas rotas y estructuras corroídas por el óxido. La maleza se abría paso entre las grietas del suelo, y un viento helado soplaba entre las ruinas como un susurro de advertencia.
Riku fue el primero en cruzar el umbral, su andar firme, su respiración medida. Kaito caminaba a su derecha, con una llave inglesa colgando del cinturón como un viejo hábito que se rehusaba a morir. Tetsuya avanzaba en silencio, los ojos escudriñando cada sombra. Shin cerraba la formación, la mirada afilada, la mano cerca del cuchillo.
Adentro, la penumbra lo cubría todo, hasta que una hilera de luces industriales se encendió con un chasquido seco. En el centro del espacio abierto, de pie sobre el concreto agrietado y rodeado de una decena de hombres armados, estaba Akihiro.
Vestía con la misma elegancia despectiva de siempre: traje oscuro, camisa abierta al cuello, los puños de la camisa doblados hasta los codos, como si se hubiera preparado para ensuciarse las manos. Su sonrisa era tranquila, casi burlona, y sus ojos estaban fijos en Riku con la intensidad de un verdugo que ya sabe cómo acabará todo.
—Llegaste —dijo, con voz grave y controlada, sin ocultar su satisfacción—. Me preocupaba que no tuvieras el valor de aparecer.
Riku no respondió de inmediato. Caminó unos pasos más hasta quedar frente a él, apenas a unos metros. Sus ojos, duros como acero, lo perforaban con furia.
—No vine por ti —dijo finalmente, su voz un filo afilado—. Vine por lo que hiciste. Por lo que le hicieron a Haru.
Por un segundo, el gesto de Akihiro se endureció, pero luego soltó una risa baja, seca.
—¿Haru? Yo no hice nada.
—¿No? —replicó Riku, avanzando un paso más—. Lo dejaron desangrarse sobre el pavimento.
Pero Akihiro negó con la cabeza, su expresión tornándose casi aburrida.
—No. Eso no fue cosa mía —dijo, encogiéndose de hombros como si hablara del clima—. Eso fue cosa de Saeko. Yo no tenía ningún interés especial en lastimar a Haru… más allá de lo obvio.
Riku frunció el ceño, su mandíbula tensándose.
—Entonces ¿por qué?
Fue Kaito quien dio un paso al frente, con voz firme:
—¿Por qué Saeko está obsesionada con Haru?
—Al principio —dijo, girando la muñeca con parsimonia para echar un vistazo a su reloj, como si el tiempo mismo le obedeciera—, Saeko solo veía a Haru como una pieza útil. Como lo hacíamos todos. Es carismático, fuerte… una bestia en la jaula. Ideal para atraer público, dinero y miedo.
Hizo una breve pausa. Su voz, hasta entonces indiferente, se volvió más baja, más cortante.
—Pero todo cambió el día que descubrió que era cercano a esa chica...
Akihiro entornó los ojos un segundo, como si buscara el nombre en algún rincón desordenado de su memoria.
—Ren —dijo al fin, con un gesto seco, casi desdeñoso—. Ahí fue cuando dejó de ser una herramienta... y se convirtió en una obsesión.
Un silencio espeso cayó entre ellos.
—¿Ren? —repitió Shin, con voz baja, apenas contenida—. ¿Qué demonios tiene que ver Ren con Saeko?
Akihiro alzó la mirada, y una sonrisa ladeada se dibujó en su rostro, más torcida, más afilada que antes.
—¿Quién sabe? —dijo con una mezcla de burla y resignación—. Saeko está lo suficientemente loca como para convertir cualquier disputa en un motivo de guerra.
El aire pareció volverse más denso cuando Akihiro se llevó las manos a la camisa, sus dedos desabotonando con calma enfermiza cada botón, uno a uno, sin apartar la mirada de Riku.
—Ya basta de palabras —dijo con una sonrisa torcida, dejando caer la prenda al suelo, revelando su torso marcado por cicatrices viejas y tatuajes oscuros, vestigios de una vida construida en violencia—. Es hora de ajustar cuentas, Riku. Tú y yo… sin máscaras. Sin excusas.
Riku no respondió. Solo se quitó la chaqueta con un gesto lento, controlado, y la dejó caer detrás de sí. Su mirada estaba fija en la de Akihiro, como si todo el mundo a su alrededor hubiera dejado de existir. Pero sabía que no era así.
Porque el infierno iba a estallar en cualquier momento.
—¡Ahora! —gritó un hombre al fondo.
Y fue como un disparo en una sala de dinamita.
Desde las sombras y estructuras oxidadas de la antigua fábrica, una docena de hombres armados emergieron al instante, con palos, cuchillos y tubos de metal. El rugido de la pelea se desató en todas direcciones.
—¡Mierda! —exclamó Tetsuya, lanzándose hacia un atacante con el puño en alto, encajándole un golpe brutal en la mandíbula antes de rodar hacia un costado para esquivar un segundo ataque.
Kaito sacó una barra extensible de su cinturón y la desplegó con un chasquido seco. Golpeó la pierna de un enemigo que corría hacia él, haciéndolo caer como un saco de carne. Luego giró, bloqueó un tubo de acero con su brazo envuelto en una protección improvisada y contraatacó con precisión quirúrgica.
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Editado: 30.06.2025