Kaze no Yoru

Capitulo 39

El eco de la explosión aún resonaba en las vigas del techo cuando una silueta elegante cruzó lentamente el umbral de las puertas destrozadas. Humo y polvo se levantaban a su alrededor, envolviéndola como un velo infernal. Detrás de ella, una docena de hombres y mujeres armados se dispersaban por el almacén, tomando posiciones como sombras entrenadas para matar.

Saeko.

Llevaba un abrigo largo, negro como la noche, que ondulaba a cada paso como una bandera de guerra. Su cabello, recogido en una coleta alta, brillaba bajo las luces industriales. Caminaba con la calma de alguien que sabe que todo lo que la rodea ya le pertenece.

—Qué espectáculo tan... lamentable —dijo, con una sonrisa helada mientras miraba a su alrededor—. Puños, gritos, heridas abiertas y confesiones de media noche. Tienen talento para lo melodramático, ¿no creen?

Se detuvo a unos metros de donde Riku estaba aún de pie, jadeando, con Akihiro a sus pies. Sus ojos se cruzaron por un instante.

—Riku. —Dijo su nombre como si saboreara el sonido—. Verte así… casi me da lástima. Casi.

Akihiro, desde el suelo, giró la cabeza con esfuerzo.

—Saeko… maldita sea, ¿qué haces aquí?

Ella lo ignoró por completo, caminando entre los cuerpos heridos y el polvo flotante como si pisara mármol pulido.

—Siempre supe que terminarías en el suelo, Akihiro. Tan arrogante. Tan seguro de que podrías controlarlo todo con tus músculos y tu ego. —Giró la mirada hacia Riku, su voz cargada de veneno—. Pero tú… tú eras la única variable que no terminaba de encajar.

Kaito, Tetsuya y Shin se reagruparon cerca de Riku, formando un muro humano frente a Saeko y sus soldados. Las armas se levantaron con un chasquido metálico, pero ninguno se movió.

—¿Y ahora qué, Saeko? —preguntó Kaito, con los ojos entrecerrados—. ¿Vienes a terminar el trabajo?

Saeko se rió con suavidad, un murmullo casi elegante que se deslizaba entre el polvo y la tensión del aire como una serpiente venenosa. Sus pasos resonaron mientras avanzaba un par de pasos más, levantando lentamente la mano derecha. En ella, brillaba un arma plateada, pulida como si acabara de salir del estuche. Sin titubeos, apuntó directamente a Akihiro.

—Estoy cansada de tus estupideces —dijo, su voz sin emoción, afilada como un bisturí—. Ya no me sirves de nada.

La detonación fue seca, brutal. Un chasquido que desgarró la atmósfera como si el tiempo mismo se hubiese partido en dos.

Riku sintió cómo el mundo se detenía.

Los oídos le zumbaban con un silencio espeso, irreal. La imagen de Akihiro tambaleándose, con los ojos abiertos por la sorpresa más que por el dolor, se grabó en su mente con una claridad brutal. Luego, como un tronco talado, cayó pesadamente al suelo, sin resistencia, sin gloria. La sangre brotó en un hilo grueso desde su pecho, extendiéndose con rapidez bajo su cuerpo hasta formar un charco oscuro que se mezclaba con el polvo y los fragmentos de concreto.

El golpe de su cuerpo contra el suelo fue mudo. O quizás el estruendo del disparo aún retumbaba tanto en sus cabezas que ninguno de ellos pudo oírlo.

Tetsuya dio un paso instintivo hacia atrás. Shin enmudeció, los nudillos aún apretando su arma como si fuera lo único que lo mantenía en pie. Kaito cerró los ojos por un segundo, como si esa ejecución le recordara demasiadas otras.

Riku, en cambio, se quedó helado.

Miró a Akihiro, ese hombre que tantas veces había soñado con destruir con sus propias manos, tendido ahora en un charco de sangre que se expandía con una calma perturbadora. Y aún así, en lo profundo de su pecho, algo tembló.

No era compasión.

Era la certeza de que nada volvería a ser lo mismo.

Saeko bajó el arma con elegancia, como si hubiese disparado a un insecto molesto y no a un aliado caído. Sus ojos se encontraron con los de Riku, imperturbables.

—Cuando algo deja de ser útil… se desecha.

Y con una media sonrisa cruel, dio media vuelta, como si la vida que acababa de arrebatar no mereciera ni una última mirada.

Riku se lanzó de rodillas junto al cuerpo de Akihiro, sus manos temblorosas intentando contener la sangre que brotaba con una lentitud engañosa, como si el cuerpo se negara a soltar la última chispa de vida. La herida era profunda, letal. No necesitaba ser médico para saberlo.

—¡Maldición…! —murmuró, la voz quebrada por la impotencia. Levantó la mirada hacia sus amigos con los ojos abiertos de desesperación, cristalizados por la humedad que se negaba a soltar.

Los hombres de Akihiro, viendo a su líder derrumbado y a Saeko aún armada, comenzaron a retirarse en desorden, como ratas huyendo de un barco que se hunde.

—¡Llamen una ambulancia! —rogó Riku, mirando a Kaito—. ¡Tiene que llegar a un hospital, rápido!

Pero Akihiro, con un hilo de voz, tosió. Un espasmo recorrió su cuerpo, y sangre oscura manchó la comisura de sus labios.

—No seas idiota, Riku… —susurró, con una mueca torcida entre dolor y resignación—. No hay hospital que me salve. Esto… ya está escrito.




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