Akihiro cerró los ojos por un instante, como si reuniera fuerzas para escarbar en lo más profundo de sí mismo. Su voz, cuando habló, era áspera, casi un susurro ahogado.
—Mi verdadero error... —empezó, y luego tosió con violencia— fue no creer jamás que merecía algo mejor en esta vida. Crecí pensando que lo único que me tocaba era la oscuridad. Y cuando alguien intentaba darme luz... la apagaba a golpes.
Se interrumpió, el pecho agitado, manchado ya de sangre que le llegaba a los labios.
—Me llené de odio. Contra todo. Contra todos. Incluso contra quienes... solo querían acercarse. —Lo miró—. Como tú, Riku.
Hubo una pausa. El silencio parecía respirar junto con ellos.
—Lo siento —dijo al fin. Y su voz se quebró—. Ya no vale nada, lo sé. Pero al menos... al menos tendrás el placer de haberme visto humillado. Escuchar de mi propia boca lo patético que fui.
Volvió a toser. Esta vez, más largo. Más grave. Cada espasmo parecía arrancarle pedazos de vida.
Riku apretó los ojos con fuerza. Por dentro, se sentía dividido en mil fragmentos: furia, tristeza, vergüenza... compasión. Por más que lo odiara, por más que supiera lo que había hecho, no podía evitar recordar al Akihiro de antes. El que le enseñó a sobrevivir. El que, durante un tiempo, fue más que un mentor: un hermano. Un refugio. Un maldito faro entre escombros.
—Maldito seas... —murmuró entre dientes—. ¿Por qué no luchaste? ¿Por qué no te quedaste de este lado?
Akihiro no respondió. Su cuerpo se estremeció una última vez... y luego se detuvo.
El pecho dejó de moverse.
La sangre ya no brotaba.
Y la vida... simplemente lo abandonó.
Riku lo miró largo rato, sin saber si llorar o gritar. Una parte de él quería escupirle. Otra, abrazarlo.
El silencio se rompió con violencia.
Gritos. Disparos. Sirenas lejanas que se acercaban rápido, como lobos olfateando sangre fresca.
—La policía está aquí —dijo Tetsuya en voz baja, desde el umbral. Sus ojos, por una vez, no tenían burla ni cinismo. Solo urgencia—. Tenemos que movernos.
Pero Riku no se levantó. Permanecía allí, de rodillas junto al cadáver de Akihiro. Como si aún esperara una respuesta que jamás llegaría.
Kaito se acercó sin decir palabra. Se agachó, con esa presencia silenciosa y firme que solo él sabía tener. Puso una mano en el hombro de Riku.
—Tenemos que irnos —dijo con voz grave, serena—. El trato con Tajima era claro. Si nos encuentran aquí... todo lo que hicimos habrá sido en vano.
Riku asintió lentamente, todavía sin mirar a nadie. Se pasó el antebrazo por los ojos, limpiando lo que no quería que los demás vieran. Luego, se puso de pie, con los movimientos pesados, como si llevara el cadáver de Akihiro a cuestas.
—Vamos —murmuró.
Y sin mirar atrás, se perdió entre las sombras junto a Kaito y Tetsuya, mientras las sirenas devoraban la noche y la ciudad volvía a cerrar las heridas... a la fuerza.
Desde la azotea de un edificio cercano, Riku y los demás observaban en completo silencio el operativo de la policía. Bajo ellos, las luces rojas y azules teñían el asfalto mojado, proyectando sombras fugaces sobre los cuerpos esposados, los restos de violencia y el eco de gritos amortiguados por las sirenas. El helicóptero de vigilancia giraba lento sobre el perímetro, como un buitre mecánico esperando el cierre del círculo.
El trato con Tajima había sido claro: distraer a Akihiro y su gente el tiempo suficiente para que los equipos especiales pudieran intervenir sin resistencia. Ellos harían el trabajo sucio. Tajima, la limpieza oficial. Era un equilibrio precario… pero había funcionado.
Lo que nadie había previsto fue la intervención de Saeko.
Que apareciera no sorprendía del todo —sabían que tarde o temprano también se mostraría en el tablero—. Pero lo que hizo… eso había desarmado todas las previsiones.
Riku apoyó los brazos en el borde de concreto, la mirada clavada en el caos ordenado que se desplegaba abajo. El viento frío de la madrugada agitaba su chaqueta, pero él no se inmutaba. En sus ojos grises había algo más que cansancio. Había duelo. Había rabia.
A su lado, Shin bajó la vista, apretando los puños sobre las rodillas.
—Lo siento, Riku —dijo en voz baja, apenas audible entre el ruido lejano de motores y radios policiales—. Nunca pude hacer…
Riku no lo miró. Su respuesta fue inmediata, cortante, pero sin rencor.
—No es tu culpa.
Lo dijo con una firmeza que sorprendió incluso a Shin.
—Ni tuya, ni mía —continuó—. Todo esto... todo lo que pasó… es culpa de esta ciudad. De Asakawa. Esta ciudad que se traga vivos a los que no pelean. Y a veces, incluso a los que sí lo hacen.
Shin bajó la cabeza. Kaito, que estaba de pie unos pasos atrás, permanecía en silencio, los brazos cruzados, el ceño fruncido, como si el ruido distante activara un reloj interno que no sabía detener. Tetsuya fumaba en una esquina, con el cigarro casi consumido y los ojos clavados en el horizonte. No hablaba. Solo observaba. Como si esperara que algo más estallara.
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Editado: 30.06.2025