Todos irrumpieron en el pasillo del hospital como una estampida mal organizada, empujándose torpemente unos a otros, chocando hombro con hombro, sin el más mínimo sentido del orden o la decencia. El pequeño cartel que decía “Silencio, pacientes descansando” fue ignorado con total descaro mientras los tres forcejeaban por atravesar la estrecha puerta del dormitorio de Haru.
—¡Quítate, idiota! —gruñó Riku, empujando a Tetsuya con el hombro.
—Ni en broma. ¡Quita tú! —replicó Tetsuya, clavándole el codo en las costillas—. Yo llegué primero, no te hagas.
Desde atrás, Kaito presionaba con su habitual firmeza y paciencia limitada.
—Ya basta, críos. Dejen pasar a los adultos —espetó con tono autoritario—. Están tapando todo.
Los tres se apretujaban en el marco como si intentaran entrar a una cabina telefónica. Entre empujones, murmullos y pisotones, no notaron que dentro de la habitación, la madre de Haru los observaba con una mezcla de asombro y desconcierto. Sus ojos se abrieron un poco, sorprendida por el caos que traían consigo… pero pronto ese asombro se transformó en una sonrisa cálida.
Eran torpes. Ruidosos. Casi infantiles.
Y sin embargo, era evidente: querían ver a su hijo. Y eso, pensó, era hermoso.
Haru, recostado en la cama con el vendaje aún visible bajo la camiseta hospitalaria, no apartaba los ojos de ellos. Su expresión era mitad resignación, mitad diversión. Pero en el fondo… estaba feliz.
—Voy a buscar café —dijo su madre en voz baja, inclinándose hacia él para acariciarle el cabello—. Te dejo con estos salvajes.
Haru asintió con una sonrisa breve pero sincera.
Ella se levantó despacio, tomó su bolso y caminó hacia la puerta. En cuanto su figura se acercó al umbral, el milagro ocurrió: Riku, Tetsuya y Kaito se apartaron al instante como si alguien hubiera gritado “¡Atención!”. Se pusieron firmes, abriendo paso como soldados formados en desfile. La entrada quedó despejada en un segundo.
—Lo sentimos —dijeron los tres al unísono, bajando la cabeza como niños pillados en falta.
La madre de Haru soltó una carcajada suave, que iluminó su rostro.
—No se disculpen —respondió con ternura—. Yo debería darles las gracias a ustedes.
Los tres levantaron el rostro, visiblemente sorprendidos.
—Cuidaron de mi hijo. Le salvaron la vida —añadió, y esta vez su voz tembló apenas, cargada de emoción—. No sé cómo pagárselos.
Su sonrisa era amplia, dulce… y genuina. Un gesto de gratitud que no necesitaba adornos.
Tetsuya se rascó la nuca, incómodo con el elogio. Riku desvió la mirada como si intentara disimular que eso le había tocado más de la cuenta. Kaito se limitó a asentir con gravedad.
—Era lo correcto —dijo el León de Asakawa con voz baja.
—Quizá —añadió la madre—, pero eso no hace que sea menos valioso. Gracias. De corazón.
Y con esa última mirada, se marchó por el pasillo, dejando tras de sí un silencio breve… que duró exactamente tres segundos.
—¡Ahora sí, muévanse! —exclamó Tetsuya, empujando a Riku con renovado entusiasmo—. ¡Me toca estar al lado de Haru!
—Ni lo sueñes —gruñó Riku—. Tú le vas a hablar de chicas y peleas, yo al menos traigo panecillos.
—¡Eso no es justo! —protestó Tetsuya—. ¡Él me escucha por voluntad propia!
Kaito suspiró profundamente y entró último, cerrando la puerta tras él con una calma exagerada.
—¿Qué hice para merecer esto? —murmuró, mientras Haru reía por primera vez en días.
La habitación se llenó de voces, bromas, y un calor extraño. Uno que no venía de la calefacción… sino de algo más simple. De saber que, pese a todo, estaban vivos. Y no estaban solos.
—¿Panecillos? —preguntó Haru con una ceja alzada mientras Riku le entregaba una bolsa arrugada y aún tibia.
—De los buenos —respondió Riku con solemnidad, como si estuviera entregando un tesoro.
—¿Qué clase de “buenos”? —preguntó Tetsuya, asomándose por encima del hombro de Haru—. ¿Con crema? ¿Chocolate? ¿Azuki?
—Son de té verde —respondió Haru tras abrir uno y darle un mordisco—. Y cálidos... ¿Ustedes siempre son así?
—¿Así cómo? —preguntó Tetsuya, mientras comenzaba a comerse el segundo panecillo sin pedir permiso.
—Ruidosos. Intensos. Molestos. —Haru sonrió, la primera genuina en mucho tiempo—. Y... divertidos.
—Sí, somos bastante insoportables —admitió Kaito desde la silla junto a la ventana, cruzando los brazos con una leve sonrisa en los labios.
—Pero también somos imposibles de reemplazar —añadió Riku.
—O de ignorar —apuntó Tetsuya con orgullo.
—O de callar —resopló Kaito.
La habitación estalló en una risa breve y compartida. Haru los miraba uno por uno, como si aún no se creyera del todo que estaban allí, discutiendo a su alrededor como si hubieran sido amigos de toda la vida.
—Conocí a Noa —dijo Haru, con las mejillas repletas de comida y una sonrisa que no podía ocultar—. Es preciosa.
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Editado: 30.06.2025