Kaze no Yoru

Dos Años despues...

—¡Te dije que movieras esa caja! —gruñó Riku, sosteniéndose el pie con una mueca de dolor tras haber pateado una caja que Haru había dejado justo en medio del pasillo.

Haru se giró alarmado y corrió hacia él, levantando la caja con rapidez.

—¡Lo siento! ¿Estás bien?

Riku lo miró fijamente, con una ceja arqueada y visible molestia.

—Últimamente pasas más tiempo metido en esa libreta que en la realidad.

—¡Riku, déjalo! —intervino Ren con voz suave pero firme, sin levantar la vista de una lista de cosas por hacer—. Haru necesita terminar su portafolio si quiere participar en la exposición de la universidad.

Riku resopló, pasándose una mano por el cabello.

—Está bien, está bien… pero por ahora deja de pensar en eso y mueve esa caja antes de que alguien más termine en el hospital.

Haru sonrió tímidamente, aliviado, y continuó su camino con la caja en brazos rumbo a la bodega. La oportunidad de estudiar arte en la universidad había sido su salvación, una especie de redención personal. Durante esos dos años se había esforzado al máximo, pero también había aprendido a disfrutar: del color, de la forma, de expresarse sin miedo. El arte había curado partes de él que ni siquiera sabía que estaban rotas.

—¡Llegamos! —anunció Kaito al entrar por la puerta, con un gran cuadro cuidadosamente envuelto entre sus brazos.

Se lo entregó a Ren, quien lo desenvolvió con manos cuidadosas y quedó boquiabierta ante la belleza de la obra.

—Lo envió Noa —explicó Kaito con una media sonrisa—. Dijo que vendría más tarde, estaba terminando su propia pieza para la exposición.

Riku dejó escapar un suspiro teatral, recargándose en la pared.

—Pretextos. Siempre tiene una excusa.

Kaito le lanzó una mirada fulminante.

—Últimamente esos dos parecen zombies por esa dichosa exposición —continuó Riku con tono burlón.

—Cállate, Riku —bufó Kaito—. Tú que sabes de arte…

—Tú tampoco sabes nada —respondió Riku sin perder el ritmo.

Ambos se miraron con ojos entrecerrados, como dos lobos midiendo fuerzas… hasta que de pronto soltaron la carcajada al mismo tiempo, desarmando toda tensión.

—Basta de discutir —intervino Ren, sacudiendo la cabeza con una sonrisa—. Kaito, el cuadro es precioso. Va a ser la pieza principal en la estancia, no hay duda.

En ese momento, la puerta se abrió una vez más, y un enorme ramo de flores entró caminando por sí solo. O al menos, eso parecía. Sólo se veían dos piernas bajo la selva de pétalos y hojas.

—¿¡Qué rayos!? —exclamó Kaito.

Tetsuya asomó la cabeza entre las flores con una sonrisa resplandeciente.

—¡Las flores más hermosas para la más hermosa! —anunció con voz grandilocuente—. ¡Para Ren!

Ren soltó una risa encantada y tomó los ramos con ambas manos, le pasó uno a Haru y se quedó con el otro.

—Gracias, Tetsuya. Son preciosas —dijo aspirando el aroma—. Y huelen tan bien…

Tetsuya infló el pecho con orgullo, como si acabara de ganar un premio nacional.

—Te lo dije. Mi florería es la mejor de esta ciudad... y de la sucia también, si me apuras.

Riku se llevó una mano a la cara, negando con incredulidad.

—Juro que todavía no entiendo cómo este idiota puede tener una florería.

—¡¿Lo dices en serio?! —Tetsuya lo señaló indignado—. ¡Una florería es el lugar perfecto para conocer mujeres! Vienen tristes, felices, enojadas, enamoradas… ¡es el paraíso emocional!

—Tú sí que eres un caso clínico —murmuró Kaito, sacudiendo la cabeza con resignación.

Ren rió con ganas, abrazando el ramo con fuerza, rodeada de todos los que amaba. El lugar, aunque aún en remodelación, empezaba a parecer un hogar otra vez. Y por primera vez en mucho tiempo, el futuro ya no parecía una amenaza, sino una promesa.

—Vamos —dijo—. Tenemos que seguir acomodando. La clínica abre en dos semanas, y quiero que este lugar esté perfecto.

—¡A la orden, jefa! —respondieron todos a coro, mientras la tarde comenzaba a llenarse de risas, olor a flores, arte y nuevas esperanzas.

Y mientras todos compartían ese instante, ajenos al mundo exterior, nadie notó los ojos que los observaban desde la otra acera.

Azules. Fríos. Penetrantes.

Desde la sombra proyectada por un edificio, un hombre permanecía inmóvil, apenas una figura entre la penumbra de la ciudad que comenzaba a apagarse con el atardecer. El bullicio del interior no lo alcanzaba. Solo observaba, con una calma venenosa.

—Al fin te encontré —murmuró, con voz baja y rasposa, mientras se pasaba lentamente el pulgar por el labio inferior, como si saboreara el momento.

Una sonrisa ladeada se dibujó en su rostro, cruel, calculadora. El tipo acomodó su chaqueta oscura con elegancia perezosa, revelando parte de su cuello. Y allí, extendiéndose hacia la nuca, como si emergiera directamente de su columna, se veía la cabeza de un dragón tatuado: la boca entreabierta, los colmillos afilados, los ojos inyectados en tinta.




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