La Albañil | En FÍsico

Capítulo cuatro

Giró, mirando la casa en frente al llenarse de valor.

Liberó sus manos que comenzó a mover con un poco de desespero, aligerando los nervios hasta hacerlos disminuir, solo que no podía deshacerse del sudor que molestaba en sus palmas, por lo que inspiró un par de veces, al fin abriendo.

Pensó de todo. Creyó que esa mujer saldría de su trance de inmediato, que lo patearía en un instante, tirándolo al suelo al romper su quijada y nariz, sin embargo, verla descansando le dejaba saber que empezaba a delirar y alguna cosa le había pegado ese calentón de antes. No era el mismo, necesitaba comprenderlo cada que la tenía cerca, por más que fuese difícil hacerlo.

Mantuvo la puerta abierta al inclinarse, comenzando a sacarla con sumo cuidado tan pronto tuvo la oportunidad de acomodarla en sus brazos, pasando de golpearle la cabeza al cerrar con cautela.

Inspiró profundo, mirándola perdida, alejando de manera suave los mechones pegados a su rostro. Dormía como un bebé, suspirando de a poco, con los labios entreabiertos de un modo tan delicado que le generaba ternura, casi a nada de rozarlos, aunque eso sería una pésima idea. Arriesgarse en demasía no estaba en el plan, así no.

Puso atención al número de su vivienda, mismo que resguardaba en la dirección que había visto antes, por lo que se dirigió al lugar, subiendo los pequeños tramos de escalera hacia la puerta que tocó, esperando que alguien abriera. Por lo que notaba, dos luces parecían estar encendidas, aunada a la de la entrada, así que esperó unos minutos, tocando nuevamente.

A lo mejor vivía con alguien. Si tenía esposo entonces debía prepararse para correr, si salía alguien distinto, tendría que decir la verdad y si un fantasma le permitía pasar, entonces iba a optar por dejarla contra el suelo con la única opción de correr, sin mirar atrás ni para tomar impulso.

Por lo pronto, su misión estaba en guardar el peso de ambos cuerpos en sus pies, sin cansarse, ocupando el timbrazo al que seguramente le harían caso, quedándose a esperar, sin verla. No podía, no quería intentarlo. Más fácil moría allí que evitándola, de eso estaba seguro si le afectaba tanto desde la mañana.

Suspiró, a nada de volcarse cuando escuchó que el seguro era quitado, cosa que le hizo soltar el aire, aliviado, mirando un poco hacia abajo al ver que quien estaba frente a él tenía un tamaño bastante diminuto, a diferencia del que ambos adultos tenían frente a él.

Un niño. Le había abierto la puerta un niño que lo observaba con bastante curiosidad. El hombre no tenía idea sobre cómo reaccionar, sin embargo, dio un paso y luego otro hasta estar metido en esa casa donde la calidez se acopló contra él, suspirando ante el ambiente.

Sus brazos comenzaron a pesarle y por mucho que no tuviera autorización, siguió al pequeñín que iba por el pasillo, mirando la que parecía ser su habitación donde el jovencillo se detuvo, teniendo que verlo de nuevo.

—Gracias, cierra la puerta—ambos se vieron unos minutos hasta que el presente aceptó la orden, comenzado a cerrar con cautela, quedándose solos al dejarla sobre su cama.

Si se atrevía a sacarle la ropa para ponerle un pijama, terminaría muerto en segundos. Por ello, prefirió deshacerse de sus zapatos de tacón, tomando la sábana que reposó contra su cuerpo, apagando la luz.

Ni siquiera se movió o abrió los ojos. Estaba tan sumida que le daba pena pensar en cualquier otro escenario para nada favorable que pudo haberle ocurrido. No sabía si existía una buena razón ante lo que hizo, pero no era algo realmente bueno. A la mañana iba a disculparse si le era necesario, sino, entonces callaría. Al menos ese era su pensamiento.

Volvió a la estancia donde el chiquillo estaba atento a él, con los ojos sobre los suyos, fijándose en su distinción al ser moreno, de cabello crespo a diferencia de la rubia. Si no era su hijo, ¿qué hacía ahí? Y si era su hijo, ¿cómo…? Sacudió la cabeza, haciendo una mueca.

—¿Cómo te llamas?—Fue lo primero que salió de él.

—¿Cómo se llama usted?—Alzó una ceja, sorprendido.

—Me dicen Pato—murmuró.

—¿Como los de la bañera?—Ladeó la cabeza.

—Sí—indicó—. ¿Y tú?

—No hablo con desconocidos—asintió, haciendo una fina línea de sus labios—. ¿Por qué vino con ella en brazos?—demandó.

—Se quedó dormida en el trabajo y estaba sola—indicó—. Deberías ir a dormir.

—No, lo vigilaré toda la noche—lo vio, sorprendido—. No permitiré que le haga ningún daño—él asintió, exhalando al moverse con cautela hacia el mueble, tomando asiento sin que el chico lo dejara de ver.

—Bien—aceptó—. Mientras tanto, dormiré, porque yo sí tengo sueño—acotó, cansado, pegándose a los cojines del reposo—. Buenas noches—emitió, viéndolo con un ojo al notar que seguía ahí, atento.

Pensó que se iría a los minutos, sin embargo, se quedó allí las horas siguientes en las que perdió la noción por el cansancio, agotándose hasta la mañana siguiente en la que un par de gotas le cayeron al rostro, espantándolo.

—Ash, ¿qué pasa?—gruñó, pegado a su lugar.

—Debo ir a la escuela—se espantó, alzándose al verlo mientras el niño respingaba por el arrebato, recordando de sopetón dónde estaba.




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