Las primeras luces del amanecer se colaban a través de las cortinas de la cocina, llenando el pequeño espacio con una cálida luz dorada. Valeria, todavía en su bata de seda, preparaba en silencio el almuerzo de Miguel. Había comenzado esta pequeña tradición hacía unos días, después de la luna de miel, con la esperanza de despertar algo en su marido, aunque fuera solo un atisbo de gratitud o afecto.
Frente a ella, sobre la mesa, había una pequeña caja de almuerzo de madera, elegante y pulida. Dentro, acomodaba con esmero una selección de alimentos que sabía que le gustaban: un sándwich de jamón y queso, algunas frutas frescas y un pequeño postre que ella misma había preparado la noche anterior. Pero lo que más le importaba no era la comida en sí, sino la pequeña nota que colocaba al final, siempre escrita con un bolígrafo de tinta dorada, llena de frases sencillas pero cargadas de cariño como la de hoy: “A veces, los pequeños detalles dicen más que mil palabras. Que tengas un buen día”.
Con un suspiro, cerró la caja y la colocó en la encimera, justo al lado de las llaves del coche de él. Lo había hecho así durante una semana entera, sin que él mostrara una verdadera reacción. Claro, se llevaba el almuerzo al trabajo, pero nunca mencionaba nada al respecto. Valeria no sabía si siquiera leía las notas o si las dejaba olvidadas en alguna esquina de la oficina.
Mientras se servía una taza de café, la duda comenzaba a aflorar en su mente. Estaba casada con Miguel por un acuerdo y, aunque él parecía más relajado después de la luna de miel, seguía habiendo un muro entre ellos. Un muro que parecía cada vez más impenetrable.
Valeria observaba cómo Miguel tomaba la caja del almuerzo cada mañana, con prisas y concentrado en sus propios pensamientos. A veces, lo observaba desde la puerta de la cocina mientras él se marchaba al trabajo, esperando que, en algún momento, dijera algo sobre las notas, algo que indicara que estaba prestando atención a sus gestos.
Pero cada día era lo mismo. Miguel murmuraba un “gracias” distraído antes de salir por la puerta. Ella empezaba a sentir que sus esfuerzos no valían la pena. ¿Estaba esperando demasiado? ¿Esperaba algo que quizás él nunca podría darle? Tal vez, se había equivocado en interpretar sus miradas furtivas durante los últimos días de luna de miel.
Esa misma tarde, cuando Miguel llegó a casa, la chica lo esperó en el salón. Llevaba días queriendo confrontarlo, sin embargo, las palabras siempre se le atascaban en la garganta.
—Miguel —lo llamó con suavidad cuando lo vio entrar.
Él se detuvo, sorprendido al verla ahí, en el salón, sentada con las piernas cruzadas y un libro en el regazo. Siempre llegaba antes que él, pero rara vez lo esperaba de esa manera.
—Dime —contestó sin darse cuenta del nerviosismo en la voz de ella.
La chica respiró hondo antes de hablar:
—Llevo algunos días preparándote almuerzos con notas y… solo quería saber si los has leído.
Miguel parpadeó, claramente desconcertado por la pregunta. Se pasó una mano por el cabello, buscando una respuesta adecuada.
—Ah… Sí, claro. He visto las notas —respondió con una sonrisa forzada—. Son… bonitas.
«Bonitas». Esa única palabra hizo que el estómago de la muchacha se retorciera. Había puesto tanto esfuerzo en esos pequeños detalles, esperando que él pudiera comprender que, a pesar de las circunstancias que los habían unido, ella intentaba acercarse, hacer que esa relación, forzada o no, fuera algo más que un simple acuerdo.
—¿Eso es todo? ¿Bonitas? —quiso saber ella, intentando mantener la calma.
Miguel, que hasta ese momento no había percibido la verdadera tensión en la conversación, frunció el ceño al darse cuenta de que algo más profundo estaba en juego.
—¿Qué más quieres que diga? —interrogó, tratando de entender la raíz de su frustración.
Valeria lo miró directamente a los ojos, sin apartar la vista. En ese momento, la vulnerabilidad de sus sentimientos salió a la superficie.
—No es solo sobre las notas, Miguel. Es… Es sobre nosotros. Estoy tratando de hacer que esto funcione, de construir algo entre nosotros, pero parece que no te importa. Ni siquiera sé si estás dispuesto a intentarlo.
El silencio que siguió fue ensordecedor. El chico, que normalmente tenía una contestación rápida para cualquier situación, se encontró sin palabras. Sabía que Valeria tenía razón. Había estado tan centrado en evitar cualquier tipo de cercanía emocional que había ignorado por completo los esfuerzos que ella hacía por acercarse a él.
—Valeria, yo… —comenzó, pero antes de que pudiera decir más, su teléfono sonó. Era un mensaje de trabajo.
—Tranquilo, puedes contestar, llamar, irte o lo que te dé la gana —dijo ella con amargura antes de que él pudiera sacar el aparato—. Sea lo que sea, seguro que es más importante, ¿verdad?
Sin esperar una respuesta, la joven se levantó y salió de la estancia. Miguel se quedó allí, observando cómo se alejaba, sintiendo que había fallado de nuevo en algo que ni siquiera sabía cómo arreglar.
Mientras Valeria lidiaba con su frustración en casa, Mateo seguía presente en su vida, mostrándose cada vez más atento y comprensivo. Él no solo la escuchaba, sino que también la apoyaba de formas que su marido no parecía capaz de hacer. En los últimos días, habían estado trabajando juntos en la novela que ella había estado escribiendo durante meses, una historia que reflejaba muchas de las emociones que estaba sintiendo.