Los primeros rayos del sol atravesaron las cortinas de la cocina, iluminando el espacio vacío donde Valeria solía estar cada mañana, preparando con esmero el almuerzo de Miguel. Esta vez, la encimera estaba desordenada, con los restos de la cena de la noche anterior aún sin recoger, algo que no era típico en ella. La chica solía ser meticulosa, cuidadosa y, más que nada, comprometida en hacer de su hogar un lugar acogedor. Pero algo había cambiado.
Miguel se levantó tarde, como de costumbre, con la expectativa de encontrar la caja del almuerzo sobre la encimera, junto a una nueva nota, como lo había hecho durante semanas. Sin embargo, hoy no había ninguna caja. Miró a su alrededor, desconcertado. ¿Dónde estaba el almuerzo? Se acercó al frigorífico, pero no encontró nada. El vacío de la cocina lo golpeó con una sensación extraña, una mezcla de sorpresa y… ¿decepción?
Salió de la casa en silencio, tratando de ignorar el incómodo nudo en su estómago que no podía explicar. A lo largo del trayecto al trabajo, se dio cuenta de algo más: echaba de menos las pequeñas notas. Aquellos detalles que antes había dado por sentado, ahora parecían indispensables. «¿Por qué me afecta tanto?», se preguntó, molesto consigo mismo. Durante semanas había tratado de ignorar los gestos de su esposa, de mantener la distancia para no involucrarse emocionalmente. Pero ahora, el hecho de que esos detalles hubieran desaparecido le resultaba incómodo, más de lo que estaba dispuesto a admitir.
En su oficina, mientras trataba de concentrarse en los papeles frente a él, la ausencia de la nota seguía rondando su mente. «A veces, los pequeños detalles dicen más que mil palabras», recordó de una de las notas. Y ahora, esos pequeños detalles se habían esfumado.
Valeria había llegado a un punto en el que simplemente ya no podía seguir. Día tras día, había puesto su corazón en esos pequeños gestos: los almuerzos, las notas, las miradas esperanzadas que buscaban una respuesta. Pero Miguel siempre la ignoraba, siempre encontraba una excusa para estar ausente emocionalmente. Y finalmente, después de semanas de intentos fallidos, se rindió.
No había llorado, al menos no frente a él. Había tomado la decisión con una serenidad que la sorprendía. Ya no haría más esfuerzos, ya no buscaría su atención. Si él no quería estar presente, ella tampoco lo estaría. Ese era el acuerdo tácito que había hecho consigo misma mientras recogía los utensilios de la cocina la noche anterior y decidía que no prepararía más almuerzos.
Valeria se centró en su novela, en los encuentros con Mateo y en seguir adelante con su vida sin depender de Miguel. El distanciamiento no fue inmediato, pero con cada día que pasaba sin esos pequeños detalles, ella sentía que iba recuperando algo de control sobre su vida. No podía forzar a su marido a sentir algo por ella, ni siquiera podía obligarlo a reconocer lo que había entre ellos, si es que había algo.
La posibilidad de ganar la segunda parte de la apuesta que había hecho con su padre, se resentía. Sin embargo, aún le quedaban cuatro años y medio por delante. Si llegaba a divorciarse, podría casarse de nuevo con alguien que sí la amara y tener un bebé.
Mateo se había vuelto su refugio, una constante en su vida y, aunque no se lo había confesado a nadie, ni siquiera a sí misma, empezaba a pensar en él más de lo que debía. Pasaban largas tardes juntos en la editorial, revisando los últimos detalles de su novela antes de enviarla a los editores. Cada conversación con él era ligera, reconfortante y siempre terminaba con una sonrisa.
Un día, mientras Valeria estaba con Mateo en una cafetería cercana a la editorial, él le sonrió de manera cálida.
—¿Cómo te sientes con todo esto? —le preguntó al referirse al inminente envío de su manuscrito.
—Nerviosa, supongo. Aunque también emocionada —respondió ella jugando con el borde de su taza de café—. Nunca pensé que llegaría tan lejos.
Mateo la miró con seriedad por un momento antes de hablar:
—Has trabajado muy duro para esto, Valeria. Y te lo mereces. No dejes que nadie, ni siquiera tú misma, piense lo contrario.
La calidez en sus palabras la hizo sonrojarse. Era increíble lo fácil que era hablar con él. Había una naturalidad en su relación que contrastaba con la fría distancia que sentía con su marido.
Esa misma tarde, cuando Miguel regresó a casa, notó que algo andaba mal. El silencio de la casa era sofocante, y Valeria no estaba en el salón como solía estar. Subió las escaleras hasta su habitación, esperando encontrarla. Pero lo que vio lo dejó más inquieto de lo que esperaba. La chica estaba sentada frente a su escritorio, concentrada en la pantalla de su ordenador, escribiendo con intensidad. Parecía absorta, y lo más desconcertante de todo: no había rastro de los gestos cariñosos que él solía ignorar.
—Valeria, ¿podemos hablar? —preguntó al sentir una extraña sensación de urgencia que lo empujaba a enfrentar la situación.
La chica frunció el ceño sin apartar la mirada de la pantalla e inquirió:
—¿De qué quieres hablar?
—De… nosotros —respondió él, sin saber exactamente cómo abordar el tema.
La joven soltó un suspiro y dejó de escribir mientras giraba la silla para mirarlo.
—Miguel, llevo semanas intentando hablar contigo. Semanas en las que he tratado de acercarme, de hacer que esto funcione. Pero parece que solo yo estaba interesada en eso. Ahora, honestamente, ya no sé si tiene sentido seguir intentándolo.