Lloraba de la impotencia, por no poder soltar insultos porque de él dependía mi empleo, me sentía tan humillada.
—Ven a comer conmigo, Rachel —dijo Vladimir, me abracé a él, me consoló a pesar de que él se iría y debía recoger sus cosas.
—Al menos de usted puedo despedirme. Vaya con los demás gerentes, no se preocupe por mí, estaré bien, debo estar aquí por si al señor Bruno se le ofrece algo.
Tener que nombrarlo, saber que estaba a unos pasos de mí me causaba escalofríos. Que él no supiera quién era yo me hacía más fácil soportar su mirada. Creí que me iba a desmayar cuando salió gritando que me quitara el cubrebocas, no supe qué mosquito le había picado, pensé que quizás al leer mis nombres completos se sobresaltó, si fue así: entonces me recordaba.
El Bruno que tenía ante mí era diferente, no podía creer que una persona pudiera fingir así de bien ser alguien más.
—¿Segura? ¿Tú qué comerás?
—Ansias. Traje un emparedado, seguro que a mi nuevo jefe le dará gusto verme comer en mi lugar de trabajo.
Salió de su oficina, cruzó miradas conmigo, me incorporé en la silla y enderecé la espalda, revisé mi computadora con disimulo.
—¿Aún estás aquí, Vladimir? Nuestra cita es a las 2:00 pm.
—Lo sé, estoy...
—Le estoy buscando información personal sobre su seguro médico.
Ladeó la cabeza, hizo un mueca con la boca por la que supe que no me creyó.
—No, qué haga una solicitud formal a recursos humanos. Me voy a sentir más cómodo.
—Claro, lo que ordene el señor para qué esté más cómodo —repliqué con ironía, Vladimir me reprendió con la mirada, mi nuevo jefe se cruzó de brazos y sonrió de medio lado con expresión divertida.
—¿Te estás burlando de mí? ¿Te atreves?
«Necesito el dinero, necesito el dinero».
Me hice la ofendida, me llevé una mano al pecho.
—Yo sería incapaz, ¿por quién me toma?
—Cuidado, Rachel Maddox.
Nos quedamos mirándonos, volví a temblar, relamí mis labios, pestañeé de forma consciente.
—Me voy entonces —dijo Vladimir, se despidió de mí con un beso sonoro en la mejilla y un abrazo. Bruno no se quitó de la puerta hasta que se fue.
—No se iba a robar nada, no le iba a pasar información o algo.
—No es eso ¿Tienen una relación ustedes? Si es así eso será un problema.
—No, no tenemos una relación personal, si es lo que quiere saber.
Necesitaba saber por qué hizo que me quitara el tapabocas, así que me relajé y sin dejar de mirarlo a los ojos lo abordé de nuevo.
—Disculpe, ¿algún problema con el uso de cubrebocas?
—Parecemos unos apestados, no lo hagas más al menos que sea indicado por un médico.
—Entiendo, pensé que quería ver mi cara a ver si cambiaba de opinión, por si era fea y entonces no me pudiera contratar.
Se echó a reír.
—No, no eres ella definitivamente.
Dejé de respirar, se me hizo un nudo en la garganta y apreté mis manos debajo del escritorio, mi pulso se aceleró.
—¿Cómo? —pregunté y me di cuenta de que la voz se me quebró un poco.
—Nada, que te llamas exactamente como alguien que conocí.
—¿Ah sí? —pregunté más en un murmullo que otra cosa, era como si en esa oficina no hubiese aire acondicionado, comencé a sudar como cerdita.
—Pero nada que ver, no te pareces en nada físicamente ni en personalidad —dijo llevándose ambas manos al cabello, soltó un suspiro cansado y mantuvo la mirada perdida sobre la vista de la oficina por un segundo.
—Ah, yo no lo conozco, es decir, nos conocemos ¿No?
—Te recordaría, no tienes nada que ver con aquella persona.
—Espero que no odie a esa persona, digo, cómo se llama igual que yo.
—Haré nuevos recuerdos con ese nombre, esa persona no era nadie. Nadie importante en lo absoluto —dijo mirándome a los ojos de forma fija y con una intensidad que me hizo agachar la cabeza, se dio media vuelta y yo sentí que mi corazón se partía en mil pedazos.
Cuando estaba a punto de entrar a la oficina, volvió a verme.
—Tú tampoco eres nadie, tampoco te creas mucho —dijo. Entró a la oficina.
Cerré los ojos y cubrí mi rostro, no me importó soltar un par de lágrimas más, me retiré las manos solo para comprobar cómo temblaban. Solo podía pensar en qué me recordaba, recordaba a Rachel, a la chica inocente a la que le hizo daño.
Solo podía pensar que era un miserable extraterrestre que adoraba a Satán. No era humano, nunca lo fue. Me limpié las lágrimas diciéndome a mi misma que mi hija era inocente, que ella no tenía la culpa de descender de ese ser tan malvado.
Un chico delgado entró a la oficina. Le sonreí con cortesía por costumbre, estaba deshecha.