AMELIA
Conté las monedas en mi billetera por tercera vez, como si eso fuera a cambiar algo. Spoiler: no lo hizo. El alquiler estaba a la vuelta de la esquina, el refrigerador parecía una cueva vacía y mi cuenta bancaria llevaba semanas en terapia intensiva.
—Genial, Amelia. En cualquier momento vas a tener que considerar el aire como parte de tu dieta —murmuré, dejando caer la cabeza sobre la mesa.
Meses buscando trabajo y nada. Cada entrevista era un deja vú: “te llamaremos”, “no cumples con el perfil”, “ya hemos cubierto la vacante”. Traducción: no eres lo que buscamos. Lo cual era irónico, porque lo único que buscaba yo era sobrevivir.
Deslicé el dedo por la pantalla del celular como quien busca un oasis en el desierto, y entonces lo vi.
Lancaster Enterprises.
Uno de los gigantes del país.
“Se busca asistente personal. Disponibilidad inmediata. Trabajo a tiempo completo. Alto salario. Requisitos: paciencia y compromiso.”
Sonaba a estafa. Una muy bien redactada, pero estafa al fin. Aunque en ese momento, mi situación no me dejaba espacio para dudar demasiado.
Respiré hondo. Lo peor que podía pasar era que me rechazaran. Lo mejor… bueno, no tenía ni idea.
Lo único que sabía era que tenía que intentarlo.
Y así fue como terminé parada frente a unas puertas dobles, nerviosa y sudando más de lo que quería admitir.
Las puertas se abrieron bruscamente y lo vi.
A él.
No porque fuera guapo —aunque, Dios, lo era— sino porque la mirada que me lanzó me atravesó como un cubo de hielo por la espalda.
—¿Tú eres la candidata? —soltó desde una silla de ruedas, con una expresión entre aburrida y molesta.
Su voz era seca, cortante. Como si ya estuviera harto de mí antes de conocerme.
Tragué saliva y me forcé a sonreír.
—Eso parece.
Me escaneó de arriba abajo, como si intentara calcular cuántos días duraría.
—Te doy una semana. Apuesto a que renuncias antes del viernes.
¿En serio? ¿Así saludaba?
Entrecerré los ojos, mordiéndome la lengua para no soltar una ironía. Este hombre no era más que un ogro con traje caro y una lengua más afilada que una navaja.
—Yo apuesto a que no —le rete.
Sus labios se curvaron apenas. Una sonrisa arrogante, de esas que te dan ganas de retroceder… o de empujarlo por una escalera.
—Veremos.
Y ahí lo supe. Este hombre no me la iba a poner fácil. Pero yo tampoco estaba dispuesta a rendirme.
NICOLÁS
Nunca he sido un hombre paciente. Ni antes del accidente, ni mucho menos después.
La vida me dio todo: dinero, poder, respeto… y luego me lo quitó sin pedir permiso. Un accidente. Y de pronto, estaba atado a una maldita silla de ruedas, atrapado en un cuerpo que ya no me obedecía, obligado a depender de otros para hacer cosas que antes hacía sin pensarlo. ¿Frustrante? Eso sería decir poco. Lo odio. Lo detesto con cada fibra de mi ser.
—¿Renunció otra vez? —pregunté sin levantar la vista del informe. Sabía la respuesta. Siempre la sabía.
—Sí, señor Lancaster. La señorita Brown dejó su carta de renuncia esta mañana —respondió la asistente de Recursos Humanos, nerviosa.
—Duró más de una semana. Casi un récord.
Otra más que no pudo con mi humor, mi sarcasmo, mi forma directa de decir las cosas.
¿Y qué? No pienso endulzar mi carácter para facilitarle la vida a nadie. Si eso los asusta, problema de ellos.
—Consigan otra.
—Señor, llevamos más de diez asistentes en los últimos meses. Tal vez podríamos considerar…
—No necesito sugerencias —la corté—. Necesito a alguien que no salga corriendo al primer grito.
Ella asintió y salió disparada. Bien.
Apoyé la cabeza contra el respaldo de la silla. Mi silla. Esta maldita silla que me sigue a todos lados y me recuerda lo que ya no soy.
No soporto depender. No soporto esta nueva versión de mi vida.
No estoy acostumbrado a necesitar a nadie. Y ahora todo lo que hago parece depender de otras personas que no duran más que un café caliente.
Lo que no sabía era que la próxima persona en cruzar esa puerta no solo iba a durar más que un café. Iba a desordenarme la vida por completo.
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Editado: 06.06.2025