AMELIA
Me miré en el reflejo del ascensor por quinta vez desde que entré al edificio. ¿Tenía ojeras? Sí. ¿Tenía nervios? También. ¿Tenía idea de lo que estaba haciendo? Absolutamente no.
—Vamos, Amelia, es solo una entrevista —me dije a mí misma, como si mi voz interior no estuviera ya planeando la ruta de escape más cercana.
La recepcionista me miró con esa sonrisa corporativa que parece pegada con cinta adhesiva.
—¿Nombre?
—Amelia Rivera. Tengo entrevista para el puesto de asistente personal.
Te juro que vi lástima en sus ojos. No una mirada cualquiera, no. Esa mirada que uno le lanza a alguien que está por meterse en un pozo sin fondo… con una pala.
—Tome asiento. Ya vendrán por usted.
Me senté, crucé las piernas y las descrucé diez segundos después. Repetí el proceso como cinco veces. Y cuando por fin me rendí a la ansiedad, un hombre con traje impecable apareció en la recepción.
—Señorita Rivera, por aquí, por favor.
Me puse de pie con toda la dignidad que pude reunir, lo cual no fue mucha, considerando que tropecé con la alfombra y estuve a dos centímetros de besar el suelo. El tipo fingió no haberlo visto. Le daría un premio por eso.
Me guió por un pasillo silencioso como un cementerio corporativo y, cuando se abrió la puerta de cristal al final, sentí que estaba entrando al despacho del mismísimo diablo.
Y ahí estaba él.
Nicolás Lancaster.
El hombre que, según los rumores en internet, podía hacer llorar a un ejecutivo con una sola ceja levantada.
Estaba detrás de un escritorio imponente, en una silla de ruedas que no le quitaba ni un poco de presencia. De hecho, parecía parte de su trono de villano elegante.
Me miró. Frunció el ceño. Me examinó como si fuera un experimento fallido de laboratorio.
—¿Usted es la candidata? —preguntó, con una voz tan seca que sentí que me deshidrataba con cada palabra.
—Eso parece —respondí, fingiendo una seguridad que no tenía ni en mis calcetines.
—¿Tiene experiencia con idiotas impacientes?
Mi cerebro necesitó tres segundos para procesar si había escuchado bien.
—¿Perdón?
—Exactamente eso. ¿Sabe lidiar con personas difíciles? Porque si no, ahórreme el tiempo y márchese por donde vino.
Tragué saliva. Podía haber salido corriendo. Podía haber dicho “gracias, pero no, gracias”. Pero algo dentro de mí —probablemente el hambre o la desesperación— me hizo responder:
—¿Tiene experiencia con asistentes sarcásticas que no se rinden fácil?
Un silencio incómodo se instaló entre nosotros. Luego, para mi sorpresa, una de sus cejas se alzó, y sus labios se curvaron apenas.
¿Eso fue… una sonrisa? ¿O una advertencia?
—Interesante.
Sacó un documento del cajón.
—Contrato. Léalo. Fírmelo si se atreve. Y bienvenida al infierno.
No sé si fue una bienvenida o una amenaza velada, pero tomé el bolígrafo con una mezcla de adrenalina y estupidez. Tal vez era una locura.
O tal vez… era el inicio de algo que ni en sueños hubiera imaginado.
El bolígrafo temblaba un poco entre mis dedos mientras hojeaba el contrato. Al principio, todo parecía normal: nombre completo, funciones básicas, horario extendido, cláusulas de confidencialidad, y luego… ahí estaba. En negrita. Casi como si el documento estuviera gritándomelo:
"El asistente personal deberá residir en la propiedad del señor Lancaster, con habitación y alimentación cubiertas por la empresa."
Parpadeé. Una vez. Dos veces. Me rasqué la cabeza por si había leído mal.
—¿Mudanza incluida? ¿Esto es un trabajo o una secta? —murmuré, con el papel temblando entre mis manos.
Nicolás, que me observaba desde el otro lado del escritorio como si yo fuera una cucaracha que decidió hablar, alzó una ceja.
—¿Algún problema?
—¿Vivir con usted? —pregunté, casi riendo de los nervios—. ¿Eso es en serio?
—¿Acaso cree que puedo trasladarme solo de mi cama al despacho, preparar mis comidas, y a la vez lidiar con juntas ejecutivas sin perder la poca paciencia que me queda?
Touché.
—Pensé que eso era parte del horario laboral… no del contrato de convivencia —repliqué, aún incrédula.
—Mi vida no tiene horario laboral. Y si usted quiere un trabajo estable, bien remunerado y con todas las comodidades —dijo eso último como si me estuviera ofreciendo una suite de hotel cinco estrellas y no una celda con vista al sarcasmo—, entonces acate las condiciones.
Lo miré. Él me sostuvo la mirada. Era una guerra silenciosa de orgullo y necesidad.
Y adivina quién tenía hambre.
Suspiré, tomé el bolígrafo, y firmé justo donde decía: “Acepto los términos”.
No sé si fue el peor error de mi vida… o el mejor.
NICOLÁS
La mayoría se iba antes de leer la cláusula de mudanza. Otros preguntaban si era broma. Algunos incluso me sugerían terapia.
Ella, en cambio, firmó.
Con nervios, claro, pero lo hizo. Me observó como si tuviera dudas, miedo y una pizca de ganas de golpearme… pero firmó.
Interesante.
No se me escapó el leve temblor en sus dedos. Tampoco cómo apretó los labios cuando se dio cuenta de lo que implicaba realmente este trabajo. Pero ahí seguía, de pie frente a mí, con esa mezcla absurda de desafío y torpeza.
No me gusta la gente torpe. Tampoco me gustan los desafíos.
Y, sin embargo, algo en ella me hizo querer seguir observando.
—Mude sus cosas cuanto antes. Mi chofer pasará por usted mañana a las ocho.
—¿Y si tengo planes? —preguntó, alzando la barbilla.
¿Planes? Qué adorable.
—Cancélelos. Desde ahora, sus planes giran alrededor de los míos.
Abrió la boca, probablemente para soltar una réplica sarcástica, pero se detuvo. Bien. Punto para mí.
La vi salir del despacho con el contrato bajo el brazo y un paso entre decidido y resignado. No durará, pensé. Ninguna lo hace.
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Editado: 10.06.2025