AMELIA
Abrí la puerta de mi minúsculo apartamento con el mismo entusiasmo con el que una cucaracha entra a una trampa pegajosa. Todo olía a encierro, desesperación… y a los restos de pizza del viernes pasado.
Me dejé caer en el sofá —bueno, lo que quedaba de él después de tres mudanzas, dos gatos ajenos y un intento fallido de limpieza profunda— y lancé el contrato al aire como si fuera confeti de celebración.
—Lo lograste, Amelia —me dije en voz alta—. Tienes un trabajo. Un trabajo con salario digno, baño privado, y un jefe que podría freírte viva con la mirada. ¡Felicidades!
Me reí sola. Esa risa que sale entre nervios, incredulidad y un poquitito de miedo existencial.
Miré alrededor.
Las paredes despintadas, la lámpara coja, el ventilador que hacía más ruido que viento... Todo eso iba a quedar atrás. ¿Era eso algo bueno? Absolutamente. ¿Me daba ansiedad dejarlo? También.
Tomé una bolsa de supermercado y la llené con lo básico: ropa cómoda, mi libro favorito, un peluche en forma de aguacate (juzga si quieres, pero se llama Ramón y es lo más cercano que tengo a una pareja estable), y los cargadores. Siempre los cargadores.
Miré mi habitación por última vez. Bueno, no lloré, pero sí le lancé una mirada dramática como si fuera una escena de despedida en una película de bajo presupuesto.
—Gracias por todo, apartamento triste. Fuiste feo, pero mío.
Al día siguiente, a las 8:00 en punto, un auto negro que parecía sacado de una película de espías se estacionó frente a mi edificio. Un chofer con cara de no haber sonreído desde el 2005 bajó del vehículo y me ayudó con mi bolsa.
Una. Bolsa. Porque eso era todo lo que tenía.
Subí al auto como quien se sube a una montaña rusa sin cinturón de seguridad. Era oficial: estaba en camino a convivir con Nicolás Lancaster.
Ese hombre intimidante, rico, guapo y… claramente alérgico a la simpatía.
Respiré hondo mientras las calles quedaban atrás.
—Todo va a estar bien —me dije. Aunque, sinceramente, ni yo me lo creía del todo.
NICOLÁS
Otra más que no sabe lo que le espera. Sonreí para mis adentros.
La puerta se abrió y por ella entró la jefa de recursos humanos.
—Señor Lancaster. El contrato de la señorita Amelia Rivera fue firmado adecuadamente, ya lo ingrese a la planilla —me notifico.
Me recosté en la silla, esa maldita silla que rechina cuando quiere recordarme lo inútil que me siento.
—Veremos cuánto dura.
La mujer asintió con rapidez, como si temiera que la despidiera solo por estar presente.
Esta chica no tiene idea de lo que ha hecho.
No conoce mis manías. No sabe que me desespera que muevan mis cosas, que odio que me hablen antes del café o que prefiero el silencio a cualquier conversación inútil. No sabe que, a veces, ni yo me aguanto.
Ella había firmado un contrato, sí. Pero yo era el desastre con el que tendría que lidiar.
Suspiré.
—Buena suerte, Rivera. La vas a necesitar.
Al día siguiente
A las 9:04 de la mañana, exactamente cuatro minutos después de la hora pactada (lo noté, claro que lo noté), el sonido de la puerta principal se escuchó por toda la casa. Tenía sensores. Y cámaras. Y un sistema que podía detectar la presencia de alguien con la precisión de un satélite militar.
La vi por el monitor del despacho antes de que cruzara el primer salón.
Ella estaba ahí. Una mochila ridícula, una bolsa en la mano y un peluche colgando del cierre como si estuviera a punto de mudarse a un campamento de verano, no a una mansión con reglas estrictas y horarios casi militares.
—Genial —murmuré, cruzando los brazos—. Esto va a ser un circo.
Unos segundos después, escuché los pasos del mayordomo, seguido por los de ella.
Y entonces la puerta se abrió.
La señorita Rivera se detuvo en el umbral como si no supiera si entrar o salir corriendo. Me miró. Al igual que yo a ella.
Llevaba un suéter enorme, jeans y esa sonrisa nerviosa que la hacía parecer un poco más adorable de lo que puedo admitir que note.
—Buenos días —dijo, como si no me hubiera apostado que no duraría ni tres días.
—Llegas tarde.
—Cuatro minutos —replicó sin pensarlo.
—Cuatro minutos más de lo que deberías —respondí, seco.
Ella soltó una risa tonta, como si eso fuera un saludo casual.
—Espero que no me cobre eso del sueldo.
Entreabrí los labios. ¿Estaba bromeando?
No sabía si quería reír o echarla de inmediato.
—Espero que tengas tus cosas listas. Este no es un hotel, Rivera.
—No se preocupe, traje lo esencial —dijo, y levantó su ridícula bolsa con una sonrisa orgullosa.
Dios. ¿Qué demonios acabo de meter en mi casa? Ya hasta me estoy arrepintiendo.
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Editado: 30.09.2025