La Asistente del Paralítico

CAPÍTULO 3

NICOLÁS

La señorita Rivera aún estaba de pie en el umbral, como si esperara un aplauso o una banda de bienvenida. No llegó ni una cosa ni la otra. Lo que sí llegó fue mi paciencia agotándose lentamente.

—¿Piensas quedarte ahí todo el día o vas a entrar?

Ella dio un paso tímido y luego otro, hasta colocarse justo al borde de la alfombra persa, como si temiera ensuciarla. Era adorable. De una forma que probablemente terminaría irritándome en tres, dos…

—Bueno —dije, palmando ligeramente el reposabrazos de mi silla—. Vamos a poner las cartas sobre la mesa desde el inicio. Así que siéntate.

Ella miró alrededor, dudando cuál silla escoger. Era una sala con tres opciones, pero claro, eligió la que más lejos estaba de mí. Sensata.

—Muy bien, señorita Rivera. Lo que firmó, aunque adornado con palabras legales y letras pequeñas, se resume en lo siguiente: usted es mi asistente personal. Eso significa que su vida, desde este momento, gira en torno a mi existencia, eso ya le quedó claro ¿verdad?

Asintió, sin interrumpir. Al menos sabía cuándo quedarse callada.

—Se encargará de organizar mi agenda, responder llamadas, revisar correos importantes, recordarme lo que yo decida que necesito recordar y olvidarse del resto. Me gusta el orden, la precisión y, sobre todo, el silencio antes del desayuno. Anótelo.

—Silencio antes del desayuno. Entendido —repitió, asintiendo como si no fuera la cosa más básica del universo.

—Además —continué—, debido a mis… limitaciones, necesitaré su apoyo en ciertas tareas dentro de la casa. Coordinar con el personal, supervisar que mis indicaciones se cumplan, asegurarse de que no haya errores en los pedidos, el manejo de mis medicamentos y —levanté una ceja— ocasionalmente, asistir en cuestiones personales.

Ella frunció el ceño.

—¿"Cuestiones personales" como…?

—No, no voy a pedirle que me bañe, señorita Rivera. —Rodé los ojos—. Me refiero a llevar documentación, recoger paquetes, cosas así. No dramatice.

Suspiro aliviada. Me ofendí un poco.

—Otra cosa —agregué—. En esta casa hay horarios. A las siete en punto debe estar despierta. El desayuno es a las ocho, aunque usted solo debe estar presente si hay algo que discutir. Sino, no me interrumpa. Almuerzo a la una. Cena a las siete. Y me gusta el café a las seis de la tarde, sin falta. Negro, sin azúcar. Si alguna vez le pone stevia por error, nos ahorraremos la pena de su carta de renuncia. ¿Quedó claro?

Asintió, esta vez más rígida.

—Sí… totalmente claro.

—Perfecto. Su habitación está en el ala este. Le darán el código para acceder. Tiene baño privado y una pequeña oficina adjunta. No es un hotel, pero tampoco es un sótano con ratas, así que no se queje.

Ella sonrió. La muy osada sonrió.

—¿Y hay wifi?

La miré. ¿Estaba bromeando otra vez? No sabía si me estaba probando o si en realidad era así todo el tiempo.

—Sí —resoplé, llevándome dos dedos al entrecejo—. Pero está restringido. El ocio no forma parte del contrato.

—Ups —murmuró, como si le acabara de quitar el chocolate de la merienda.

—Y una última cosa, señorita Rivera. No toque mis cosas. No reorganice, no limpie “por si acaso”, no decida que una carpeta “se ve mejor en otra parte”. ¿Entendido?

—Entendido. Cero toqueteo. Ni carpetas, ni cosas.

—Exacto.

La observé por unos segundos más. No parecía aterrada. Tampoco parecía demasiado segura. Había algo en ella que me decía que no iba a ser como las otras.

Y eso… eso era precisamente lo que me preocupaba.

—Puede retirarse. Acomódese y trate de no perderse. Esta casa no tiene GPS incorporado.

Ella se levantó, agarró su mochila como si fuera a la guerra, y me dedicó una media sonrisa que me molestó más de lo que debería.

—Gracias, señor Lancaster.

Y se fue.

Suspiré.

Definitivamente, esto iba a ser un circo.

AMELIA

Subí las escaleras como si fuera una concursante del Juego del Miedo. Solo me faltaba una voz en off diciendo: “Y ahora, Rivera enfrentará el peor de los desafíos: convivir con un hombre que hace que el sarcasmo parezca un deporte olímpico.”

El ama de llaves —una señora elegante que olía a lavanda y juicio silencioso— me condujo hasta la habitación asignada. Bueno, no era una habitación. Era prácticamente un pequeño departamento dentro de la mansión. Tenía un escritorio, un sofá, una cama que gritaba “¡salta sobre mí!” y un baño más grande que mi cocina entera en el antiguo apartamento.

—Está será su habitación, señorita Rivera —dijo la señora mientras me tendía un pequeño control remoto con cara de tener más botones que un avión—. Si necesita algo, puede comunicarse por el intercomunicador.

—¿Y si quiero huir? ¿También lo marco ahí?

La mujer parpadeó. No entendió la broma. Genial. Voy anotando: cero sentido del humor en el ala adulta de la casa.

Cuando me quedé sola, me tiré de espaldas sobre la cama y exhalé como si acabara de correr un maratón.

—Estoy dentro. Literalmente dentro —murmuré, mirando el techo ornamentado como si fuera a encontrar respuestas en los estucos.

Saqué mi ridícula mochila (sí, la del peluche) y empecé a colocar mis cosas. Aunque “colocar” es una palabra generosa. Básicamente las lancé con gracia al placard. Ya tendría tiempo para organizar.

Mientras colgaba mi abrigo ese que intentaba parecer caro pero que en realidad era de oferta, repasé mentalmente lo que acababa de vivir.

Reglas:

1. No hablarle antes del desayuno.

2. No mover nada. Nada.

3. Café a las seis. Si no, muere alguien (probablemente yo).

4. No tener ocio.

5. No reorganizar, limpiar o respirar fuerte cerca de sus papeles.




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