La Asistente del Paralítico

CAPÍTULO 4

AMELIA

Después de instalarme, es decir, lanzar mis pertenencias estratégicamente por la habitación, decidí hacer lo que toda persona con sentido común haría en una mansión nueva: explorarla como si fuera una atracción turística. Claro, sin los parques o esos pobres animalitos enjaulados, la única atracción era esa fuente en el jardín. En fin.

Bajé con cautela, tratando de no parecer una ladrona curiosa sino una empleada responsable con un genuino interés por conocer su entorno laboral… aunque me detuve cada dos metros para asomarme por corredores que olían a cera de muebles caros.

Giré en una esquina y terminé en un pasillo más moderno, con una gran puerta de cristal que daba hacia el ala de seguridad. Lo supe porque decía en letras grandes “SEGURIDAD – ACCESO RESTRINGIDO”. Claramente no pensaban que alguien con alma chismosa como yo se iba a detener con un cartel.

Me acerqué solo para echar un vistazo… y entonces lo vi.

Era como si un algoritmo de redes sociales hubiera generado a un guardaespaldas de ensueño: alto, de piel morena, mandíbula marcada, brazos que gritaban “rompo nueces por deporte”, y un uniforme negro que parecía estar hecho a la medida. Estaba revisando unas cámaras con aire concentrado y un auricular que colgaba con más actitud que funcionalidad.

Y, por supuesto, me pilló mirando.

—¿Se te perdió algo? —preguntó con una media sonrisa que me dejó sin argumentos… y un poco sin aire.

—Solo mi dignidad. Pero no te preocupes, eso me pasa seguido —dije con una sonrisa torcida, tratando de parecer cool en vez de una adolescente viendo a su primer crush.

Él se rió. Una risa honesta, grave, que hizo eco en mi estómago como si hubiera comido mariposas.

—¿Nueva? —preguntó.

—¿Se nota?

—Solo un poco. Nadie con experiencia mira a los guardias de seguridad como si fueran parte del decorado. Soy real, te lo juro.

—Eso es un alivio. Por un momento pensé que estaba soñando —murmuré sin pensar. ¡Dios! ¿Lo dije en voz alta?

Él soltó otra risa. Esta vez, divertida de verdad.

—Soy Thomas —se presentó, extendiendo la mano con una firmeza que me dio ganas de pedirle que me entrene para una carrera de espías.

—Amelia. Amelia Rivera —contesté, y cuando nuestras manos se tocaron, juro que hubo un chisporroteo. O era electricidad estática. No sé, no importa.

—Bueno, Amelia Rivera, ten cuidado. Este lugar parece tranquilo, pero tiene sus zonas de guerra.

—¿Y tú en cuál estás apostado? ¿La zona de los encantos peligrosos?

—Algo así —dijo con una sonrisa cómplice.

Y justo cuando estaba a punto de preguntarle si también patrullaba sueños, escuché la voz más temida en este momento de mi vida:

—¿Qué hace aquí, Rivera?

Me giré tan rápido que casi me torcí el cuello.

Ahí estaba Nicolás Lancaster, en su silla de ruedas negra como su humor, con una ceja alzada y esa mirada que hace que te cuestiones tus decisiones vitales.

—Estaba... explorando —dije, con la voz de quien acaba de ser atrapada husmeando en la caja fuerte del jefe.

Nicolás desvió la mirada hacia Thomas.

—¿Y tú no tienes algo mejor que hacer?

—Sí, señor. Pero a veces uno necesita aire fresco —respondió Thomas con un gesto despreocupado, como quien no se inmuta ante la autoridad máxima de la mansión.

—El aire fresco está afuera. Este pasillo no es para paseos turísticos —gruñó Nicolás antes de volver a mirarme a mí—. Y tú, Rivera, tienes mucho que aprender todavía.

Asentí como quien acepta una sentencia de trabajos forzados.

—Lo siento. Me distraje un poco.

—Un poco demasiado. Vuelve a tus tareas. Te espero en el estudio en diez minutos. Y por favor, sin desviarte esta vez —añadió, dándose la vuelta sin esperar respuesta.

Cuando desapareció por el pasillo, solté el aire que no sabía que había estado conteniendo.

—¿Siempre tan encantador? —pregunté en voz baja.

—Es su versión amable. Te acostumbrarás —dijo Thomas, guiñándome un ojo antes de volver a sus monitores.

Me alejé rumbo al estudio, murmurando para mí misma:

—Perfecto, Amelia. Ya hiciste contacto visual prolongado con el guardaespaldas y enojaste a tu jefe en menos de una hora. Vas espectacular.

El famoso “estudio” parecía sacado de una película de detectives con presupuesto infinito: estanterías altísimas llenas de libros que probablemente nunca había abierto, muebles oscuros con más barniz que mis uñas en año nuevo, y una alfombra que susurraba “aquí no se entra con zapatos baratos”. Todo olía a cuero, a poder… y a juicio silencioso.

Y allí estaba él. Sentado tras un escritorio que podía albergar cómodamente a una familia de cuatro, con los dedos entrelazados como si estuviera planeando conquistar el mundo. O despedirme. Aún no lo tenía claro.

—Tome asiento —ordenó, sin levantar la mirada del papel que estaba leyendo.

Me senté frente a él, muy derecha, como si mi columna vertebral tuviera algo que demostrar.

—¿Sabes leer, Rivera?

—Depende del idioma. El élfico se me complica un poco, pero en español me defiendo —respondí con una sonrisita inocente.

Alzó lentamente la vista. Ajá. Lo hice. Lo exasperé. Punto para mí.

—Lo digo porque firmaste un contrato que incluye una rutina y ciertas normas básicas de convivencia. Y, sin embargo, hace cinco minutos estabas coqueteando con el personal de seguridad en un área restringida.

Me aclaré la garganta, fingiendo que no me ardían las orejas.

—No estaba coqueteando, estaba… interactuando. Socializar es sano, ¿sabe?

—Esto no es una fiesta, Rivera. Es una casa con reglas. Y si pretendes sobrevivir más de tres días aquí, será mejor que las sigas al pie de la letra.

Tragué saliva y asentí. Ok, sí, Amelia, relájate. No estás en una sitcom… todavía.

Me quedé en silencio unos segundos, parpadeando lentamente.




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