AMELIA
Después de la reunión con el ogro pasé a la cocina donde recibí instrucciones del Mayordomo, no se porque si tiene mayordomo me necesita en esta casa. Hice una mueca con la boca.
Además de recibír una lista de alimentos de que puede y no puede comer el ogro, me dispuse a recorrer la casa. Si, se que el jefe dijo que no es para hacer turismo pero ¡hey! No quiero perderme, además que no hay GPS, qué tal si vengo media dormida, o peor aun a media noche y tomó otra ruta de esta enorme casa. No señor.
Después de hacer turismo, pero sin los recordatorios y fotografías, voy a cenar.
Ya en la noche baje a la cocina nuevamente para preparar todo para el desayuno del señor Lancaster. Me até el delantal como si estuviera a punto de entrar en un quirófano. La cocina es enorme, el doble que todo mi apartamento, con electrodomésticos que probablemente cuestan más que mi carrera universitaria. Y tiene isla. Nunca había trabajado en una cocina con isla. Me siento como en un programa de cocina... versión millonarios amargados.
—Bien, Amelia —murmure mientras encendia la cafetera industrial que parece tener más botones que un ascensor—. Si no explota esto, ya es ganancia.
Comencé por dejar el café programado para la mañana. El señor “no-me-dirijas-la-palabra-sin-cafeína” probablemente me despediría si se lo sirvo cinco minutos tarde. También dejó los huevos listos para batir, tostadas separadas, fruta lavada y cortada con precisión quirúrgica. Todo empaquetado, ordenado y etiquetado como si fuera una psicópata con control de inventario. La eficiencia es mi idioma del amor.
Volví a repasar el menú que el mayordomo Martin, que por cierto es todo un caballero inglés con modales tan pulidos que me daban ganas de portarme bien, me había dado: dieta específica, cero azúcar procesada, pan integral, y nada que “huela a felicidad”. Literalmente, esas fueron las palabras.
¿Quién odia el olor a pan dulce? Ah, claro. Él.
Cuando terminé de revisar que todo estuviera en orden, lavé cada superficie dos veces por paranoia, básicamente y finalmente escapé hacia la habitación de invitados que ahora es mi habitación.
Subí las escaleras con pasos lentos. La mansión dormía, o eso parecía. Todo era tan silencioso que mis pasos se sentían como tambores en la alfombra persa. Abrí la puerta con suavidad. Solté un suspiro exagerado y me tiré de espaldas en la cama con los brazos extendidos.
—Sobreviví —dije en voz alta—. A un millonario gruñón, una entrevista demente, una cláusula que parece sacada de una novela gótica y a una cocina que probablemente tenga WiFi.
Cerré los ojos, exhalando largo. Por primera vez en semanas sentía un atisbo de calma. No era mi casa. No era mi vida soñada. Pero era un comienzo.
Y por más malhumorado que fuera el señor Lancaster... algo me decía que no todo en esta mansión iba a ser tan predecible como creía.
La casa estaba en completo silencio cuando abrí los ojos.
No sabía cuánto tiempo había dormido, pero algo me había despertado. Me quedé quieta, escuchando. Al principio, no oí nada. Solo el suave zumbido de la calefacción. Y entonces, ahí estaba otra vez.
Un gemido ahogado. Lejano, pero no tanto como para ignorarlo.
Me incorporé en la cama, parpadeando en la oscuridad. ¿Había alguien más despierto? ¿Un fantasma millonario arrastrando sus cadenas de oro? ¿Una rata millonaria tal vez?
Me puse una bata sobre el pijama, me calcé las pantuflas —sí, traje pantuflas, prioridades— y salí de la habitación en puntillas.
El sonido venía del pasillo del ala este. Ese donde, según el mayordomo, quedaba la habitación de Nicolás.
Avancé con cautela, deseando no cruzarme con una alarma, un láser de seguridad o algún robot asesino.
Entonces lo escuché con claridad.
—¡Maldita sea…! —la voz, ronca y cargada de molestia, resonó justo detrás de una puerta entreabierta.
Me acerqué sin pensar. Toqué suavemente.
—¿Señor Lancaster?
Nada. Solo un gruñido más, seguido de un golpe seco. ¿Se había caído?
—Voy a entrar, ¿sí?
Empujé la puerta con cuidado. El cuarto estaba a oscuras, salvo por la tenue luz de una lámpara en la esquina. Lo vi en la cama, torcido de lado, con el rostro crispado por el dolor. Intentaba incorporarse, pero su espalda claramente no cooperaba.
—No necesito ayuda —gruñó al verme cruzar la puerta.
—Eso quedó clarísimo por el grito, claro —respondí, acercándome igual—. ¿Qué pasó?
—Nada. Solo… —hizo una mueca—. No me tomé los analgésicos. Me siento… como si me hubiera dormido sobre una estaca.
—¿Dónde los tiene? ¿Quiere que le traiga alguno?
—Están en el armario del estudio. Pero no quiero que los toques sin autorización. Estoy esperando al médico. Él debe darte las indicaciones.
Lo dijo con ese tono seco, como si incluso en medio del dolor no pudiera evitar ser jefe.
—Entonces, ¿no puedo ayudarte? Lastima.
—Solo… —exhaló—. Solo necesito acomodarme.
Fui hasta la cama y me agaché ligeramente.
—¿Puedo? —pregunté, señalando su brazo.
Él dudó un momento. Luego asintió, muy a su pesar.
Lo ayudé a girarse un poco. Era evidente que el movimiento le dolía, pero al final logró recostarse de nuevo con algo más de comodidad.
—Gracias —murmuró, apenas audible.
—De nada —respondí con una sonrisa leve, acomodándole la manta como si fuera mi abuelo gruñón.
—No te emociones. No soy adorable solo por decir gracias.
—Tranquilo, jefe. No lo puse en mi lista de peluches favoritos.
Él me miró con esa mirada de rayo láser.
—Dígame cuáles son los medicamentos y yo se las traigo, no va pasar toda la noche con dolor —dije, retrocediendo—. Mañana el médico me dirá lo que tengo que hacer. Y si eso incluye darle pastillas y hacerle masajes, ya puede ir rezando.
—Pesadilla —murmuró mientras cerraba los ojos.
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Editado: 21.06.2025