NICOLAS.
El clic de la puerta cerrándose dejó tras de sí un silencio inesperado. El tipo de silencio que antes me resultaba cómodo, incluso necesario… pero que ahora parecía tener bordes afilados.
Amelia.
No sabía si me molestaba o me aliviaba su presencia. Era intrusiva sin invadir. Ligera sin ser superficial. Y, sobre todo, no me trataba como si fuera una estatua de mármol quebrado, como todos los demás.
Arrullarme.
Negué con la cabeza, solo. ¿Quién demonios se atrevía a bromear así conmigo? Y, lo más inquietante: ¿por qué no me molestaba?
Giré con esfuerzo, apoyándome sobre el costado menos adolorido. El analgésico ya empezaba a hacer efecto, y el calor residual en mis músculos era una tregua momentánea. Pero no eterna. Necesitaba hablar con el maldito médico. Y darle a esa mujer instrucciones claras, protocolos, dosis. Estructura. La estructura era la base del control. Y yo no podía darme el lujo de perder el control.
Pero ella… Ella no seguía estructuras. Las desarmaba y sonreía como si no le preocupara.
Cerré los ojos, esperando que el sueño me alcanzara antes que el mal humor.
Y por alguna razón absurda, me descubrí sonriendo. Apenas. Lo suficiente como para incomodarme conmigo mismo.
A la mañana siguiente
Golpes suaves en la puerta. Tres, espaciados. No eran del personal médico. Ni de seguridad. Eran de ella.
—¿Sí? —gruñí desde la cama, sin moverme.
La puerta se entreabrió y asomó su cabeza. El cabello recogido en una coleta firme, el rostro fresco, con labios ligeramente rosados y una blusa blanca impecable combinada con pantalones de tela oscura. Lista para empezar su día como si este lugar no fuera un campo minado de egos rotos y jefes temperamentales.
—Buenos días, jefe. Traje café… y un comentario sarcástico, por si le falta azúcar en la sangre.
—No empiezo el día antes del café —respondí, sentándome con esfuerzo. Me dolía menos, pero el cuerpo seguía protestando.
Ella entró con paso firme como si esa habitación ya formara parte de su rutina, no como una recién llegada. Dejó la taza sobre la mesita de noche y, en vez de marcharse, me observó con atención genuina.
—¿Cómo se siente esta mañana? —preguntó, sin burla, solo con esa curiosidad empática que me resultaba tan poco común últimamente.
—Mejor que anoche. No como para correr una maratón, pero al menos no quiero gritarle al universo… todavía.
Ella asintió, satisfecha, cruzándose de brazos y apoyándose en el marco de la puerta con la confianza de quien conoce bien su terreno.
—Y bien… ¿cuándo me da las instrucciones para ser su enfermera personal?
—No eres mi enfermera. Eres mi asistente.
—Una asistente que lo medicó anoche y que puede repetir la dosis si no se comporta.
—No se supone que me amenaces tan temprano.
—Estoy adaptándome a su estilo.
Le lancé una mirada, pero ella, por supuesto no se inmutó. Había algo reconfortante en su descaro. No era una falta de respeto, era… natural. Como si me hablara a mí, no a mi cargo. Como si el dolor no fuera lo más importante en esta habitación. Como si le importara poco quién eras. Como si fueras solo otro ser humano, no una estatua de hielo en un pedestal.
—El médico vendrá hoy. Él te dará las instrucciones para los medicamentos —dije, firme, más para recordármelo a mí que a ella.
—Perfecto. Me gusta cuando todo está claro. Pero… si se desmaya antes de eso, ¿puedo improvisar?
—Si me desmayo, puedes llamarte un taxi de regreso a tu casa.
—O también puedo llamar a Thomas —dijo con una sonrisa traviesa—. Él sí sabe cómo cargar a alguien desmayado.
Alcé una ceja, molesto. No por la idea. Por la imagen. Ella lo notó. Claro que lo notó.
—Tranquilo, jefe. Thomas no está en mi lista de peluches favoritos tampoco. Todavía —añadió, saliendo con una carcajada suave.
Y yo me quedé ahí, con el café en la mano y un pensamiento que no me gustaba nada:
Tenía que tener cuidado con Amelia Rivera.
O, mejor dicho… tenía que tener cuidado conmigo mismo.
Me quedé observando el vapor del café como si en él estuviera la respuesta para volver a ser quien era antes del accidente. No estaba. Solo estaba amargo.
Miré hacia la silla de ruedas junto a la cama. Era parte de mi vida desde hacía meses, pero aún no lograba verla como algo más que una maldita sentencia.
Me deslicé con cuidado hacia el borde del colchón, apoyando la fuerza en mis brazos, que eran lo único en lo que todavía confiaba. Me impulsé y, con un movimiento torpe pero entrenado, me transferí a la silla. Lo había hecho mil veces ya. Y seguía odiándolo.
Rodé hasta el baño. Las ruedas resonaban con ese eco sordo que odiaba más que al accidente mismo. Dentro, todo estaba adaptado: barras en la pared, banco de ducha, el lavamanos más bajo. Cada objeto era un recordatorio de lo que no podía hacer por mí mismo. Pero al menos, aquí dentro, no había testigos.
Me quité la camiseta con esfuerzo. El pantalón requería maniobras más complejas: me apoyé contra el respaldo de la silla y con los brazos me ayudé a bajar la tela por unas piernas que ya no sentía. Las toqué al pasar… piel tibia, sin respuesta. Como si ya no fueran mías.
Entrar a la ducha fue otra batalla. Pero estaba acostumbrado. Los movimientos tenían una coreografía triste pero funcional. Agua caliente, jabón, silencio. Todo en orden. Nada reparador.
Vestirme me llevó el doble de tiempo. Primero la ropa interior, usando un gancho adaptado. Luego los pantalones, que subí a pulso mientras maldecía en voz baja. La camisa la logré abotonar casi por reflejo, aunque uno quedó chueco. No me importó.
Al terminar, rodé hacia el pasillo.
El aroma a café y pan recién horneado me recibió como una burla suave. Amelia ya había puesto la mesa. Claro que lo había hecho.
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Editado: 21.06.2025