La Asistente del Paralítico

CAPÍTULO 7

AMELIA

No sabía si estaba empezando un nuevo trabajo o metiéndome en una película con protagonista gruñón, silla de ruedas y pasado misterioso. Pero ahí estaba yo, en la cocina de una casa más grande que mi edificio completo, pensando si debería llevarle el café con una sonrisa, una broma… o un casco antibalas.

La verdad, el jefe, porque no podía dejar de llamarlo así, aunque ya supiera que se llama Nicolás, no era tan terrible como parecía. Solo estaba… roto. Pero no en la forma en la que la gente se quiebra cuando se rinde, sino en esa forma de hierro astillado, como si aún luchara con todo, incluso contra su propia necesidad de ayuda.

Me dirigí a su estudio con una bandeja en mano. Cuando le lleve el café más temprano, logré sacarle una media sonrisa. Algo casi legendario, según las miradas que me echó el personal de limpieza. Pero ahora era el turno de la medicación.

Toqué suavemente la puerta de su estudio. Ya había vuelto a instalarse allí, después que el médico lo reviso. Nicolás prefería fingir que su vida no había cambiado, aunque el elevador fuera prueba viva de lo contrario.

—¿Puedo pasar?

—Adelante —respondió desde su silla, sin levantar la vista del iPad.

Entré y dejé la bandeja sobre la mesa auxiliar, junto a sus cosas. Jugo natural y una porción de fruta cortada. Podría acostumbrarse, si tan solo dejara de mirarme como si cada gesto mío fuera una amenaza a su autonomía.

—Hora de la medicación —dije, mientras sacaba las pastillas según el cronograma que el médico me explicó con tanta precisión que sentí que me estaba preparando para manejar un reactor nuclear.

—¿Cuál es cuál? —preguntó con tono seco, pero sus ojos se posaron en mí con curiosidad.

—Esta es para el dolor. Esta otra es un antiinflamatorio, y la blanca es para evitar los espasmos musculares. Todas después del desayuno —expliqué, entregándole el vasito de plástico con las pastillas y luego el de agua.

Lo observé en silencio. Tomó cada una sin protestar, aunque por la forma en que apretaba la mandíbula, parecía estar tragándose su orgullo más que las medicinas.

—¿Cómo te sientes después de la visita del medico? —pregunté con suavidad.

Hubo un segundo de silencio. Casi pensé que no me respondería.

—Siempre es lo mismo —murmuró al final —. Nada de lo que diga es nuevo para mi.

Asentí, algo angustiada, lo mire con la misma dulzura con la que uno mira a un niño que está aprendiendo a caminar… aunque este “niño” tuviera voz de trueno y mirada de hielo.

—¿Te preparo algo especial para almorzar?

—Sorpéndeme —respondió, y por un instante su tono no fue tan distante.

Me giré para irme, pero no resistí el impulso de lanzar una última frase por encima del hombro:

—Por cierto… si algún día cambias de opinión sobre las terapias, podría ponerme mis zapatillas deportivas y hacerte barra desde la esquina.

—¿También sabes gritar frases motivacionales? —preguntó, sin mirarme.

—Sí le digo no se enoja —dije logrando que me mirara—. “Vamos, jefe, que hasta las plantas tienen más movilidad que usted”. ¿Algo así?

Escuché una risa baja. Apenas un suspiro con forma de burla. Pero era suficiente.

Salí del estudio con la sonrisa bailando en los labios.

Nicolás aún no lo sabía, pero cada día que compartíamos, era un ladrillo menos en ese muro que había construido para mantener el mundo afuera.

Y yo… yo planeaba seguir empujando.

Solté un suspiro.

El primer día en cualquier trabajo siempre es un caos. Y este, aunque silencioso, no fue la excepción.

Ya había sobrevivido al desayuno, al sarcasmo matutino de Nicolás y al cronograma de medicamentos que parecía diseñado para un astronauta. Ahora me tocaba entender qué hacía exactamente una “asistente personal” aunque ya tenía órdenes de lo que debía hacer y no hacer.

Está es una casa con más metros cuadrados que sentido común.

Marta, una de las chicas de limpieza me saludó con una sonrisa torcida cuando bajé de nuevo a la cocina.

—¿Y? ¿Sigue vivo?

—Más o menos. Pero creo que le dolí más yo que sus propias lesiones —le respondí mientras me ajustaba la coleta.

Marta soltó una risa seca.

—Si logras que ese hombre diga “gracias” antes de que termine la semana, te invito una copa.

—Prueba superada —le respondí con una sonrisa triunfal—. Me la debes.

Sus cejas se arquearon, entre sorprendida y divertida.

—Entonces tal vez sí haya esperanza…

Acepté el comentario como una especie de medalla invisible. Después de todo, Nicolás tenía toda la energía de un muro blindado y la calidez de un iceberg, pero algo en él… algo en su mirada me decía que no siempre fue así. No era crueldad lo que lo movía, era dolor. Y un profundo, profundo miedo de volverse a romper.

Pasé buena parte de la mañana revisando su agenda. El correo electrónico estaba saturado. Tenía solicitudes de clientes, recordatorios médicos, invitaciones a eventos que claramente pensaba ignorar, y un correo sin abrir de alguien llamada Valentina. Lo marqué como importante. Su reacción luego me diría si eso fue un error o no.

—¿Estás invadiendo mi vida o cumpliendo tu trabajo? —preguntó su voz desde el marco de la puerta.

Casi se me cae la tablet.

—Ambas cosas —respondí, recomponiéndome—. Pero no se preocupe, si encuentro secretos oscuros prometo venderlos bien caros.

Me miró con esa mezcla suya entre hastío y diversión que ya empezaba a reconocer como “normal”. Luego rodó hacia su escritorio y comenzó a revisar documentos. No pidió ayuda, pero tampoco me echó. Otro punto para mí.

A media mañana, preparé algo de té para ambos. El silencio entre nosotros era denso, pero no incómodo. Era como trabajar con alguien que no sabía aún si confiarte las llaves… o expulsarte por la ventana.

Después, recorrí la casa para familiarizarme con los espacios: la biblioteca, la terraza. Aunque ya había recorrido algunos puntos el día anterior.




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