La Asistente del Paralítico

CAPÍTULO 8

AMELIA

Cuando acepté este trabajo, me imaginé muchas cosas.

Pensé que tendría que lidiar con un jefe malhumorado, sí. Que tendría que aprender protocolos médicos, también. Que terminaría aprendiendo a usar un elevador doméstico y organizando correos con nombres como “Conferencia de Innovación Fiscal de Dubái”, ni lo dudé.

Lo que no me imaginé fue esto.

A Nicolás observándome desde el otro lado del escritorio como si intentara resolver un acertijo. Como si no entendiera por qué no me he rendido aún.

A media tarde, revisé por tercera vez la agenda del día siguiente. Me gustaba tener todo en orden, como si eso me diera cierta ventaja ante el caos que era vivir (literalmente) en la misma casa que Nicolás Lancaster.

No lo decía en voz alta, pero me inquietaba verlo ahí. Tan encerrado, tan contenido. A veces parecía más su propia cárcel que un paciente en rehabilitación. No había odio en él, ni rabia. Solo… una especie de vacío cuidadosamente controlado.

Y, aun así, lo agradeció.

Susurrado, casi como si le doliera más decir “gracias” que soportar el dolor físico. Pero lo hizo.

Y ese “gracias”, por mínimo que fuera, me bastó.

No tengo tanto tiempo trabajando con gente complicada. Pero he aprendido a leer los silencios, a distinguir entre arrogancia y miedo. Nicolás tenía más miedo que otra cosa. Miedo a depender, miedo a fallar… miedo a esperar algo de alguien.

Después de subir a mi habitación y dejar algunos papeles ordenados, volví a bajar para preparar una merienda ligera. Marta me ofreció ayuda, pero preferí hacerlo yo. Era mi forma de mostrarle que estaba ahí, sin invadir.

—¿Insiste con la estrategia del estómago lleno? —me preguntó cuando le llevé un té y unas galletas al estudio.

—Funciona con niños y adultos tercos. Usted encaja en ambos grupos.

No me echó. Ni siquiera me respondió. Pero se tomó el té.

Eso, en su idioma emocional, era un abrazo.

Más tarde, antes de terminar el día, me aseguré de tener anotadas las dosis de medicamentos, los horarios y las posibles reacciones. El médico había sido claro, pero por si acaso lo transcribí todo a mano en un cuaderno aparte, con letra clara, organizado por colores.

Nicolás no dijo nada al respecto. Pero lo vi mirarlo. Lo vi pasar los dedos por la hoja como si hiciera mucho que nadie se tomaba la molestia de escribir algo para él.

Antes de retirarme a mi cuarto, me detuve en la puerta del estudio.

—¿Necesita algo más antes de que suba?

Él negó con la cabeza.

—Entonces… que tenga buena noche, jefe gruñón.

—No soy gruñón.

—Solo con cara de villano de novela. Entendido.

Me fui sin esperar réplica.

Pero mientras subía las escaleras, lo escuché decir, en voz baja:

—Buenas noches, Amelia.

Y me fui a dormir con una sonrisa tan tonta como inesperada.

Porque cuando alguien como Nicolás Lancaster te desea una buena noche…

es como si el universo entero hubiera dado un pasito hacia la luz.

NICOLÁS

La casa estaba en silencio.

Un silencio real, espeso. No como el que se impone con puertas cerradas y aislamiento, sino ese otro… el que se cuela por dentro cuando cae la noche y no hay excusas para esquivar los pensamientos.

No dormía bien desde el accidente.

El cuerpo se cansa, claro, pero la mente… la mente no se apaga. Y cuando por fin logro cerrar los ojos, aparece ese instante congelado: el sonido del impacto, la vibración del metal, la certeza del final justo antes de que todo quede negro.

Hoy fue diferente.

No porque el dolor se haya ido. No lo hará.

Sino porque por primera vez en meses, no pasé el día deseando que todos desaparecieran.

Amelia.

Su nombre me molesta en la cabeza como una gotera persistente. No por su voz, ni su forma de caminar por la casa, ni su inagotable eficiencia. Sino porque no entiendo qué hace aquí.

No está por dinero tal vez. Se nota.

Tampoco por compasión. Esa palabra le quedaría grande como insulto.

Ella está.

Sin invadir, sin halagar, sin rogar. Simplemente… está.

Y eso me desarma más que cualquier terapia o palabra motivacional que me hayan lanzado en estos últimos meses.

Me llevé las manos al regazo, al borde de esa frontera invisible donde empieza lo que ya no responde. Las piernas. La mitad de mí. O eso siento a veces: que soy una mitad, un borrador mal terminado de lo que alguna vez fui.

Antes, era Nicolás Lancaster.

Empresario, tiburón, estratega. Una mezcla de ambición y control con traje caro y sonrisa de mármol.

Ahora soy una versión paralizada de ese hombre. Más lento, más torpe. Más humano, quizás.

Y ella lo ve. No al magnate caído, ni al paciente difícil, ni al caso perdido.

Me ve. Y eso… me aterra.

Porque si alguien puede verme, también puede herirme.

Mañana seguiré con la rutina. Haré como si su presencia no me afecta. Como si su manera de hablarme con esa naturalidad irritante no removiera cada defensa que me queda.

Pero esta noche, mientras escucho el lejano sonido de pasos en el piso de arriba, me permito una mínima concesión:

Un suspiro.

Una pausa.

Y el pensamiento fugaz de que, quizás, no todo está perdido.

Quizás, solo quizás…

el encierro que me mantiene prisionero no está en las ruedas de esta silla.

Sino en el miedo a vivir con alguien más al lado.

Y Amelia Rivera, con su pelo recogido y sus respuestas rápidas,

parece decidida a quedarse justo ahí.

✨✨

El reloj marcaba las 2:47 a. m.

Demasiado tarde para estar despierto. O demasiado temprano para llamar a esto insomnio.

La molestia en la espalda había vuelto. Nada intolerable, pero lo suficiente para mantenerme en vela. El elevador doméstico era lo único que rompía el silencio cuando lo accioné, bajando con lentitud hacia la planta baja.




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