NICOLÁS
La noche tenía ese aire espeso que sólo se siente cuando el mundo duerme y tú no puedes.
Amelia no dijo nada más. Tampoco lo necesitaba. Su silencio tenía peso, un tipo de compañía que no exigía, que no ocupaba espacio, pero lo llenaba.
Yo, que había construido muros de concreto entre mí y el mundo, empezaba a sentir cómo ella encontraba grietas para mirar dentro.
Y no me molestaba.
Eso era lo que más me molestaba.
—¿Alguna vez has tenido miedo de no volver a ser tú mismo? —pregunté de pronto, sin pensar.
Ella parpadeó.
No pareció sorprendida. Como si supiera que la pregunta vendría. Como si la hubiera hecho antes.
—No es miedo a no volver a ser. Es miedo a descubrir que ya no quieres serlo —respondió, suave.
Su respuesta me golpeó bajo la piel.
Iba a replicar, a decir algo que mantuviera mi coraza intacta, o lanzarle una de mis típicas respuestas secas… cuando un ruido interrumpió la quietud.
Pasos.
Luego una voz.
—¿Siempre hacen tertulias existenciales a esta hora o solo cuando yo no estoy invitado?
Amelia giró la cabeza. Yo apreté la mandíbula.
Thomas.
Estaba apoyado en el marco de la puerta con esa sonrisa suya, de esas que no sabías si venían con burla o con interés genuino.
Pijama de diseñador, bata abierta y el cabello revuelto de quien sabe que siempre luce bien, incluso a las tres de la madrugada.
—No sabía que tenías compañía, Lancaster —dijo, avanzando unos pasos—. Aunque claro, Amelia no necesita invitación para entrar en cualquier sala —dijo con media sonrisa.
—¿Te despertamos? —preguntó Amelia.
—Digamos que mi instinto para detectar conversaciones interesantes está afinado —respondió él, acercándose—. ¿O acaso debería preocuparme de que mi amigo se quede con toda tu atención?
Amelia rio suavemente, con esa coquetería ligera, nada forzada.
—Tranquilo, aún no elijo equipo —dijo, cruzando las piernas con naturalidad—. Pero si vas a unirte, trae algo más que agua. Tal vez vino.
—¿Invitación implícita? —preguntó él, con una ceja alzada.
—Ligeramente sugestiva —contraatacó ella, divertida.
Yo observaba. No me metía. Pero sentía el calor leve de la irritación subiendo por la nuca.
No por celos.
O tal vez sí.
Maldita sea.
—¿Querías algo, Thomas? —pregunté, con un filo en la voz que no molestó en disimular.
—Solo agua, nada más. Pero ya que están aquí abajo… pensé que tal vez interrumpía algo.
—Interrumpes —dije sin rodeos.
Thomas sonrió.
—Qué hostil. Amelia, ¿tú también eres así de encantadora en tus noches de insomnio?
—Depende de quién me hable —respondió divertida.
Thomas entrecerró los ojos, divertido, y se sirvió el agua con parsimonia. Como quien quiere quedarse.
Pero no era su momento. No era su lugar.
Y él lo sabía.
—En fin. No los interrumpo más. Aunque si esto sigue, tal vez empiece a dormir en el sofá para no perderme nada —comentó con su tono bromista de siempre, dándole un sorbo al vaso.
—Prometo avisarte si repartimos revelaciones personales —dijo Amelia, y ambos rieron.
Cuando él se fue, dejando su estela de carisma flotando en el aire, Amelia se quedó mirando la puerta unos segundos más. Luego volvió la mirada hacia mí.
Pero ya no había sonrisa. Solo ese brillo extraño en los ojos.
El silencio volvió. Pero esta vez con una tensión nueva, delgada, casi imperceptible.
—Te incomoda que hable con él —dijo. No era una pregunta.
—No me incomoda —mentí.
Ella se levantó, estirándose con calma.
—Por si te sirve, Nicolás… prefiero las noches como esta. Cuando tú hablas. Aunque sea solo un poco.
Quise detenerla. Decir algo que la hiciera quedarse.
Pero no lo hice.
Y ella, como si entendiera, simplemente se fue.
Me quedé ahí, mirando las escaleras.
Pensando en lo que provoca una mujer como Amelia Rivera en una casa donde todo estaba muerto… hasta que llegó ella.
Y lo peor no era que lo supiera.
Lo peor era que empezaba a gustarme.
AMELIA
El día apenas comenzaba, cuando abrí los ojos. No fue el sonido del despertador, ni la rutina la que me sacó del sueño… fue él.
Nicolás Lancaster.
Su voz grave en la madrugada.
Su pregunta sobre el miedo.
La forma en que no desvió la mirada cuando hablé de no querer volver a ser quien uno era.
Y luego… el silencio incómodo —pero no frío— que se instaló entre nosotros.
Me quedé un momento sentada en la cama, los pies tocando la alfombra suave, intentando entender por qué me afectaba tanto.
No era solo compasión.
No era profesionalismo.
Era otra cosa. Una que empezaba a filtrarse en las grietas.
La presencia de Thomas fue un respiro. Su ligereza, su forma de llegar siempre en el momento exacto para romper la tensión. Y sí… admito que me divertía coquetear con él.
Era fácil.
Era seguro.
No como Nicolás.
Nicolás tenía aristas. Tenía profundidad.
Y eso era un problema. Porque uno puede bromear con un Thomas… pero no con un hombre como él.
A uno como él, se lo siente.
Me vestí con rapidez, un conjunto sencillo pero pulcro, cabello recogido y una sensación extraña entre las costillas. Ansiedad, tal vez. O expectativa.
Me mire al espejo y sonreí.
—Bien Amelia sobreviviste al primer día. "Primer día de guerra, digo, de trabajo"
No hubo fuegos artificiales. Pero lo que sí hubo fue un regocijo dentro de mi corazón.
Cuando llegué a la cocina, Marta ya estaba preparando café.
—¿Dormiste bien? —preguntó sin mirarme, revolviendo una olla.
—Más o menos —respondí, tomando una taza—. Soñé con un elevador que no paraba de subir.
—Interesante metáfora —dijo, dándome una mirada de reojo—. ¿Y el jefe?
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Editado: 21.06.2025