La Asistente del Paralítico

CAPÍTULO 10

AMELIA

El aroma del pan recién horneado y el café ya había llenado el comedor cuando subí de nuevo al cuarto de Nicolás. Habían pasado unos cuarenta minutos desde nuestra conversación matutina y le di su espacio, pero conocía ese silencio prolongado que a veces significa que alguien se está deshaciendo por dentro sin hacer ruido.

Golpeé dos veces, suavemente.

—¿Listo?

—Más o menos —respondió tras unos segundos. Su voz sonaba menos áspera. No alegre, pero menos cargada.

Entré y lo encontré aún sentado en la cama, con la taza vacía sobre la mesa. Sus ojos, esta vez, no evitaron los míos.

—¿Te ayudo? —pregunté, sin rodeos.

—No te voy a detener si lo haces —dijo con esa manera suya de aceptar sin admitir.

Me acerqué al elevador portátil que estaba junto a la pared, ayudándolo con naturalidad a cambiar de posición y transferirse. Ya no protestaba. Ni siquiera murmuraba sarcasmos. Solo se dejaba ayudar… y eso, para él, era una especie de milagro.

Bajamos juntos. A su ritmo. Con paciencia.

La luz matutina se filtraba a través de los ventanales del comedor como si quisiera limpiar todo lo que dolía. Marta ya había dispuesto la mesa. Fruta fresca, pan tostado, mantequilla, mermelada, y una jarra de jugo de naranja que nadie tomaba pero siempre estaba ahí.

—Esto parece desayuno de hotel —comenté mientras lo ayudaba a acomodarse frente al ventanal.

—Es por Marta. Le gusta fingir que vivimos en un lugar feliz —respondió sin emoción.

—Bueno… fingir a veces es el primer paso para crear algo real —dije, sirviendo café para ambos.

Nos quedamos en silencio unos minutos. Él comía sin apuro, y yo lo observaba sin parecer entrometida. Era curioso cómo se iba volviendo menos Nicolás Lancaster el empresario temido y más solo… Nicolás. Un hombre reconstruido a medias.

Entonces la puerta principal sonó. Un timbre suave, elegante, casi ceremonial.

Marta asomó desde la cocina con el ceño fruncido.

—No esperaba a nadie —dijo, y antes de que yo pudiera preguntar, ya iba hacia la entrada.

Nicolás levantó la vista de su taza. Lo vi tensarse. Su espalda se irguió un poco, sus manos dejaron los cubiertos sobre el plato con un leve clink. Algo dentro de él se endureció.

—¿Todo bien? —pregunté, instintivamente.

—Ese timbre… —murmuró, sin terminar la frase.

La puerta se abrió. Se escucharon voces, pasos. Y entonces la figura apareció en el umbral del comedor.

Una mujer.

Alta, elegante, con un vestido azul marino entallado y un bolso de diseñador. El cabello perfectamente peinado, los labios pintados de un rojo suave. Sus ojos verdes, cargados de algo más que sorpresa al verme… se dirigieron directo a Nicolás.

—Vaya… —dijo, como si se estuviera sacando el polvo de una memoria antigua—. Sigues teniendo buen gusto para los desayunos… y para las asistentes.

Yo me quedé congelada. No tanto por sus palabras como por la forma en la que lo miraba. Con una mezcla de reconocimiento y reproche. Como si no supiera si abrazarlo o golpearlo.

—Valentina —dijo Nicolás, en voz baja.

Y ahí entendí todo.

Valentina.

El nombre que había visto en el correo marcado como importante.

Yo me incorporé, como quien retrocede antes de que empiece una tormenta.

—¿Te dejo un momento? —pregunté, dirigiéndome a Nicolás.

Él no respondió enseguida. Solo me miró con esa expresión que ya empezaba a entender: cuando no sabe si cerrar las puertas… o abrirlas un poco más.

—No —dijo finalmente, su voz seca pero clara—. Quédate.

Valentina arqueó una ceja, como si mi presencia no encajara en su recuerdo.

Y yo… bueno, yo me senté otra vez.

Porque lo que venía no era solo una visita.

Era un capítulo que regresaba con tacones altos y una sonrisa afilada.

Y yo estaba justo en medio de sus páginas.

NICOLÁS

Algunas puertas nunca deberían abrirse.

Y, sin embargo, allí estaba ella, parada como si el tiempo no le hubiera hecho daño. Como si el mundo no se hubiera venido abajo desde la última vez que la vi.

Valentina.

No había pronunciado ese nombre en voz alta en más de un año. No tenía por qué. Ya decirlo era concederle poder. Y ella… siempre supo usar el poder mejor que nadie

Y sin embargo, al verla en el umbral de mi casa, con esa elegancia pulida y esa mirada afilada que conocía tan bien, fue como si el tiempo se doblara sobre sí mismo y me tragara.

Todo en ella gritaba pasado. El tipo de pasado que no se puede enterrar aunque lo quieras. Aunque lo intentes.

Amelia se quedó. Le dije que lo hiciera sin pensarlo demasiado. No quería quedarme solo con Valentina. No con sus preguntas, ni con sus silencios. Y menos aún con sus intenciones, que nunca eran inocentes.

—Pensé que nunca volvería a cruzar esa puerta —dijo Valentina, como si hablara con un fantasma en vez de conmigo—. Espero no estar interrumpiendo —dijo con voz de terciopelo y cuchilla.

No respondí de inmediato. Solo la observé. Quería que supiera que no me sorprendía. Aunque por dentro… una parte de mí sí lo estaba. Porque verla aquí, en esta casa, en este momento, era como presenciar un fantasma abrirse paso entre los muros.

—No eres conocida por tus visitas espontáneas —dije finalmente.

Sus ojos verdes se fijaron en mí como cuchillas.

—No pareces sorprendido.

—Estoy paralítico, no idiota.

Ella soltó una risa seca. Había en su voz algo cruelmente familiar. Como un perfume que solías amar y ahora te marea.

Amelia no decía nada, pero sentí su presencia. Firme, sin fisuras. No estaba allí como una estatua. Estaba allí porque, de algún modo, yo quería que viera. Que supiera. Que entendiera por qué tengo tantas ruinas internas. Y quizás, también, para que Valentina supiera que ya no estoy solo en ellas.

—Solo vine a buscar unas cosas —continuó Valentina, fingiendo ligereza—. Hay un par de documentos que quedaron en la caja fuerte del despacho. Cosas que dejamos pendientes.




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