No me gustan mucho los eventos tediosos donde tienes que pasearte con aire digno de una esquina a otra, sonriéndole a todo el mundo. Sin embargo, son necesarios para los negocios, que a menudo se cierran precisamente en estos ambientes semiformales.
La inauguración de un restaurante también entra en esta categoría. Camino junto a Pasha y finjo que estoy increíblemente feliz de estar aquí, pero en realidad, lo que quiero es tirar de Podolskyi del brazo y que nos vayamos a casa. Y ni siquiera importa a casa de quién, con tal de no seguir plantada aquí. Me apetece pasar el tiempo con él de otra manera y, además, de alguna forma tengo que encontrar el valor para decirle que le conté a mi madre que hay algo entre nosotros. En general, me agobia que estemos ocultando nuestra relación…
Es que es raro. Una voz interior me susurra que algo no va bien. O quizá simplemente estoy buscando y encontrando cosas donde no las hay…
En este punto ya estoy hecha un lío, y uno muy grande, porque le doy tantas vueltas que me sorprendo de las conclusiones inesperadas a las que llego. Seguramente debería cargarme con más trabajo para no pensar en tonterías. Porque a este ritmo, podría toparme por accidente con alguna teoría de la conspiración alucinante.
Khvylovyi se despide y se va con su secretaria, a quien envidio un poco. Tiene un pelo precioso y de un color inusual. Nunca había visto unos mechones cobrizos tan vivos, y mucho menos ondulados.
—¿Es teñido? —le lanzo la pregunta a Pasha—. ¿O ese color de pelo es natural?
—¿Quién? —vuelve su mirada hacia mí y parpadea.
—Pues Khvylovyi no va a ser —resoplo y aclaro—. Su secretaria, Ulyana.
—Ni idea —se encoge de hombros—. Y tampoco me importa. Teñido o no… No es asunto mío.
—Pues a mí me gusta el color —veo cómo su cabeza desaparece entre la multitud—. A lo mejor pruebo a teñírmelo así… Aunque he pensado muchas veces en aclararlo. No un rubio ceniza, sino algo más dorado o color trigo…
—No te toques el pelo —sentencia, destrozando mis ideas sobre un cambio de imagen—. Está bien como está. No hace falta que te conviertas en un loro. Claro, rubio, pelirrojo, y luego querrás azul, verde, lila, violeta, rosa y así sucesivamente.
Frunzo el ceño. Solo estaba pensando en ello, no significa que mañana vaya a ponerme a experimentar con mi cabeza. Para una chica, entre pensar en algo y hacerlo no siempre hay un signo de igual.
—Me gustas tal y como eres —continúa—. Así que no te inventes cosas.
—¿Y por qué te pones tan nervioso? —pregunto con curiosidad—. ¿Tienes miedo de que un día me tiña el pelo de frambuesa y te dé vergüenza que te vean conmigo?
—Vergüenza no me daría —lo niega al instante—. Es solo que ahora te estás preocupando por lo que no debes.
—Es que me aburro aquí…
—Aquí nadie se lo está pasando bien. A no ser, claro, que contemos a los que ya se han emborrachado —lanza una mirada a un grupo de cuatro hombres que ya van bien servidos y apenas se tienen en pie—. Esos sí que están a gusto. No paran de reírse a carcajadas…
—¿Y tenemos que seguir mucho tiempo aquí plantados? —pregunto.
—Pues creo que en una media horita podremos escabullirnos sin que se note. A mí tampoco me hace especial ilusión estar aquí deambulando.
—Eso está bien —dirijo la mirada a la fuente de chocolate—. ¿Iremos a tu casa?
—Ajá…
—De acuerdo —observo cómo fluye el chocolate. La imagen es reconfortante. Actúa como un calmante—. Además, tengo que decirte una cosa.
—¿El qué? —pregunta con alarma y empieza a taladrarme con la mirada.
—Nada mortal —lo tranquilizo—. No te preocupes.
—Pues dímelo ahora.
—En casa.
—Natalia…
—Te lo diré en casa —insisto, porque este no es el ambiente adecuado para contarle que le he confesado a mi madre que estamos juntos. La verdad es que pensaba decírselo ayer, pero no estábamos para conversaciones. Alguien tenía muchas ganas de una noche de pasión y la consiguió.
—Bueno, vale —acepta, y en ese preciso instante, se acerca a Pasha uno de sus socios. Se lo roba durante unos minutos para contarle algo importante. Ay, estos secretos de directivos…
Me quedo sola. Del aburrimiento, cojo otra copa de vino tinto. Yo puedo, no conduzco. La sorbo lentamente y me aparto a un lado.
Espero que Pasha no se enrolle mucho, o me marchitaré de aburrimiento. ¿Pero qué esperaba? Esto no es una discoteca… Desde luego que no es una discoteca…
—¡Qué pequeño es el mundo! —oigo una voz desconocida a mi espalda. Me giro al instante.
A mi lado hay un joven que no conozco. Esboza una sonrisa amplia y, de alguna manera, desagradable.
—¿Y usted quién es? —pregunto de inmediato.
—¿Acaso no te acuerdas de mí?
—Bueno, supongo que si me acordara, no te lo estaría preguntando ahora —respondo con lógica.
—Soy Oleg —dice—. Nos cruzamos hace un par de días. Quise entablar contacto contigo, pero te resististe.