La Bestia en un cuento mal contado.

Capítulo 12: Espacios Vacíos

La primera noche en la jaula dorada fue un océano de silencio. Livia durmió en la cama inmaculada, pero su sueño fue ligero, interrumpido por el eco de sus propios latidos en la inmensa y desconocida habitación. No hubo señales de Bruno. La casa era un mausoleo moderno, y ella era su único fantasma.

A las tres de la tarde en punto del día siguiente, el timbre sonó. El ama de llaves, una mujer de mediana edad con una expresión tan neutral como los muros de la casa, anunció la llegada de la diseñadora de interiores.

Livia la recibió en el salón principal, un espacio de techos de doble altura con una pared entera de cristal que daba a un jardín perfectamente simétrico. La diseñadora, una mujer llamada Isolde, era la personificación de la elegancia moderna, vestida de negro de pies a cabeza. Desplegó sobre una mesa baja de mármol un arsenal de catálogos, muestras de tela y paletas de colores.

—Señorita de Alba, el señor Castillo me ha pedido que trabaje con usted para asegurar que sus espacios personales sean de su completo agrado —dijo Isolde con una sonrisa profesional, aunque sus ojos mostraban una pizca de nerviosismo—. Me ha indicado que tiene usted carta blanca.

"Carta blanca". La ironía era tan espesa que Livia casi se ahogó con ella. ¿Libertad para elegir el color de sus cadenas?

Isolde comenzó a mostrarle opciones. Terciopelos italianos, sedas salvajes, maderas exóticas. Colores que iban desde los grises minerales más sutiles hasta los azules más profundos. Eran opciones exquisitas, de un gusto impecable y terriblemente frías.

Livia permaneció en silencio. Su resistencia no sería un grito, sino un vacío. Se negaba a participar en la decoración de su propia prisión.

—¿Quizás prefiere algo más cálido? ¿Tonos tierra? —preguntó Isolde, su sonrisa profesional empezando a flaquear ante la pasividad de Livia.

—El que usted prefiera —respondió Livia, su voz monótona, sus ojos fijos en el jardín perfectamente estéril.

—Pero... la idea es que refleje su personalidad, señorita...

—No tengo preferencias.

La tensión en la sala se hizo palpable. Isolde, claramente frustrada pero demasiado profesional para mostrarlo, estaba a punto de hablar de nuevo cuando una tercera voz se unió a la conversación, tan profunda y calmada que hizo que ambas mujeres se sobresaltaran.

—Quizás el problema no son las opciones, Isolde, sino la disposición de mi prometida.

Bruno Castillo había entrado en la sala sin hacer ruido. Se había quitado el saco del traje y llevaba la camisa blanca arremangada hasta los codos, revelando unos antebrazos fuertes y musculosos. Se veía menos como un magnate y más como un depredador en su territorio.

Despidió a la diseñadora con un gesto de la cabeza.

—Gracias por su tiempo. Puede retirarse. La señorita de Alba y yo terminaremos aquí.

Isolde recogió sus cosas con una rapidez casi cómica y huyó. Ahora estaban solos. El silencio que dejó era pesado, cargado de la confrontación no dicha.

Bruno caminó lentamente hacia la mesa, sus ojos grises fijos en Livia.

—¿Así que no tiene preferencias? Me cuesta creerlo. Las mujeres de Alba siempre han tenido opiniones muy firmes, sobre todo en lo que respecta a las apariencias.

Livia no respondió. Mantuvo su barbilla en alto, su mirada perdida en el jardín.

Él suspiró, un sonido de falsa paciencia. Cogió dos muestras de tela de la mesa. Una era de un gris elegante y frío. La otra, de un terciopelo de un rojo tan profundo que parecía casi negro, como la sangre seca. Se acercó a ella y, para su sorpresa, se arrodilló a su lado, poniéndose a la altura de sus ojos. Sostuvo las telas cerca de su rostro.

—Veamos... —murmuró, su voz ahora un ronroneo peligroso—. El gris es predecible. Es seguro. Es lo que el mundo espera de la princesa de hielo. —Su mirada se intensificó—. Pero el rojo... el rojo tiene carácter. Tiene fuego. Pasión.

Pronunció la palabra "pasión" con una inflexión burlona, como si fuera un secreto sucio entre ellos. Livia sintió que un rubor de ira le subía por el cuello, la primera emoción real que dejaba traslucir. Y él lo vio. Una sonrisa casi imperceptible tiró de la comisura de sus labios.

Se puso de pie, dejando caer la muestra gris sobre la mesa. Se quedó con la roja en la mano.

—Usaremos el rojo —declaró, no como una sugerencia, sino como una orden—. Un poco de vida no le vendrá mal a este lugar.

Se giró para marcharse, pero se detuvo en el umbral.

—Esta casa será su mundo, Livia. Le sugiero que empiece a encontrar la forma de vivir en ella. Porque no hay escapatoria.

Y se fue, dejándola sola en la inmensa sala, con el trozo de terciopelo rojo sobre la mesa de mármol. Se sentía como una advertencia. Como una promesa. Como una mancha de sangre en su prisión inmaculada.

El juego psicológico ha comenzado. Él no la quiere sumisa, la quiere consciente de su derrota.




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