Era un día gris y pesado en Ravenshollow, el cielo parecía hecho de plomo, cubriendo la vasta extensión del campo que se extendía más allá de los límites del pequeño pueblo.
Los gemelos Elias y Edith, de once años, caminaban por el sendero polvoriento que los llevaba del bosque a la plaza central.
Los árboles, altos y robustos, formaban un techo denso sobre ellos, y el aire fresco del amanecer traía aromas de la madera mojada y de la hierba cubierta de rocío.
El sendero estaba bordeado por matas de arbustos espinosos, alejándose de la granja familiar donde las vacas mugían suavemente en los establos.
Elias, el hermano mayor por apenas unos minutos, caminaba por delante, sus manos pequeñas, estaban aferradas a la cuerda que ataba las jarras de leche, mientras su hermana Edith le seguía de cerca, algo más cansada por el peso de la mercancía, que de vez en cuando derramaba.
- Dichosa Edith, nuestro padre nos va a moler a palos si las jarras llegan vacías - vociferaba Elias, mirando hacia su torpe hermana.
- Perdón - masculló la niña, algo avergonzada.
Ambos llevaban ropa sencilla y rústica, adecuada para su vida en el campo. Elias vestía una camisa de lino marrón, con los puños sueltos y manchados por el trabajo diario, un chaleco de cuero que, aunque envejecido, aún servía para protegerse del frío.
Edith, llevaba una falda larga de lana gris, con una blusa blanca y un delantal de tela oscura. Sus cabellos, de un rubio ceniza, estaban trenzados y cubiertos por un pañuelo a rayas.
A pesar de sus ropas humildes y duro trabajo que desempeñaban a diario, los niños gozaban de una curiosidad y una energía propias de su juventud.
El viaje hasta el pueblo no les resultaba largo, pero ese día el aire parecía más denso, y los árboles, más sombríos.
Cuando pasaron cerca de una zona menos explorada del bosque, una sensación extraña los invadió. Elias, como si algo en su interior lo alertara, se detuvo de repente. Miró hacia un rincón apartado del camino donde los arbustos formaban una barricada natural, como si estuvieran ocultando algo. El silencio se hacía más pesado, apenas roto por el canto lejano de los pájaros.
-¿Qué es eso?- preguntó Edith, con un hilo de voz, al notar la expresión tensa de su hermano.
Ambos se acercaron con cautela, apartando las ramas y los matorrales que les impedían ver. Y allí, en medio del suelo cubierto de hojas caídas y barro, yacía el cuerpo de un joven.
Era el monaguillo Thomas, conocido en Ravenshollow por su papel en la iglesia. Su rostro, usualmente sereno, ahora estaba distorsionado por la muerte, con los ojos abiertos, fijos en el vacío.
La túnica gris que usualmente llevaba estaba rasgada, y una gran mancha de sangre oscurecía su pecho. Sus manos estaban extendidas hacia el cielo, como si aún tratara de alcanzar algo o alguien.
Elias dio un paso atrás, su cuerpo entero temblaba de miedo. Edith, con el corazón acelerado, se acercó más a su hermano, con la mirada fija en el cuerpo, sin poder apartar los ojos del horror que se desplegaba ante ellos.
-No... no puede ser...- murmuró Elias, apenas audible.
De los ojos de Edith, unas lágrimas de horror y asombro, luchaban por salir de sus grandes ojos pardos.
El aire frío del bosque parecía envolverlos, como si el mismo viento llevara consigo una maldición.
Pero antes de que pudieran decidir qué hacer, una sombra pasó rápidamente cerca de ellos, una figura que se deslizaba entre los árboles, cruzando el sendero en dirección al pueblo. Elias la vio por el rabillo del ojo, pero no la reconoció. El miedo comenzó a atenazarlos aún más, sabiendo que algo mucho más oscuro estaba ocurriendo en su hogar.
Con las piernas temblorosas y el corazón palpitando, los gemelos miraron una vez más al monaguillo caído. Ninguno de los dos dijo palabra, pero ambos sabían que lo que acababan de encontrar cambiaría todo en Ravenshollow.