La luz del atardecer teñía de naranja y oro el polvo que flotaba en la oficina. Chloe había pasado la tarde organizando metódicamente el caos sobre el escritorio de roble. Facturas en una pila, recibos en otra, estados bancarios en una tercera. Cade observaba desde el umbral, los brazos cruzados, su silueta imponente llenando el marco de la puerta. La tregua de la mañana parecía un espejismo lejano.
—He estado revisando los gastos de los últimos seis meses —comenzó Chloe, haciendo girar la pantalla de su laptop hacia él. Una hoja de cálculo impecable mostraba columnas de números en rojo—. El presupuesto para el alimento del ganado es un 40% superior al del año pasado. He encontrado un proveedor en Tucson que nos lo puede suministrar a casi la mitad del precio.
Cade no se movió.
—Los Walker hemos comprado los granos a los Grant del Rancho Mesa Roja por tres generaciones. Old Man Grant fue como un segundo padre para el mío. No voy a ser yo quien rompa ese trato por ahorrar unos dólares.
—No son "unos dólares", Cade —replicó ella, conteniendo la frustración—. Son miles. Y no es lealtad, es mala gestión. Además, por lo que veo en las facturas, los Grant ya no crían su propio grano, lo revenden de un mayorista. ¡Les estamos pagando de más por el mismo producto!
—¡Este no es una de tus putas corporaciones de Nueva York! —estalló él, avanzando hacia el escritorio—. En Piedra Luna, la palabra y la lealtad valen más que el papel de un contrato. Logan Grant es un buen hombre que pasa por una mala racha. No le vamos a dar la espalda.
Chloe se levantó, enfrentándole con la mirada.
—¿Y cómo te ha funcionado eso hasta ahora? ¿Con la palabra dada y la mano firme? —preguntó, señalando las pilas de facturas impagas—. Porque desde donde yo estoy parada, te está funcionando fatal.
El aire se espesó. Cade apoyó ambas manos sobre el escritorio, inclinándose hacia ella. Su proximidad era un campo magnético, una mezcla de ira y una atracción primal que ni podía negar.
—Tú no sabes nada de esto. Nada. Llegas aquí con tu ropa nueva y tu ordenador, creyendo que puedes arreglar en una tarde lo que lleva años construyéndose. Este no es tu mundo, Chloe.
—Pues tendré que aprender, ¿no? —susurró ella, sin retroceder ni un centímetro—. Porque estamos atrapados aquí. Por seis meses. ¿O ya se te olvidó el pequeño detalle del testamento?
La mención del testamento pareció enfriar la atmósfera. Cade se enderezó, un destello de amarga resignación en sus ojos.
—No se me ha olvidado. Ni un solo día.
Se acercó a una estantería y sacó de detrás de un libro de contabilidad un sobre grueso y formal. Lo arrojó sobre el escritorio, al lado del laptop de Chloe.
—Lee. Por si a tu elegante abogado de la ciudad se le pasó algún detalle por alto.
Chloe tomó el documento con manos que levemente le temblaban. No era la copia simplificada que le habían enviado. Era el testamento original. Y allí, en la cláusula 4b, estaba la condición, pero con una adición que nadie le había mencionado:
"... y durante dicho período de seis meses, ambas partes deberán residir de manera permanente en la propiedad conocida como Rancho Cielo Azul, participando activamente en las operaciones diarias. El incumplimiento de esta condición por cualquiera de las partes resultará en la pérdida automática de su participación, que pasará íntegramente a la otra parte."
Chloe alzó la vista, el corazón palpitándole con fuerza.
—¿Residir de manera permanente? —preguntó, la voz un hilo de sonido.
—Sorpresa —murmuró Cade con una sonrisa torcida—. Tu tío Robert siempre fue un hombre que se aseguraba de que todos jugaran con las mismas cartas. No se trataba solo de que no vendieras. Se trataba de que vivieras esto. Que respiraras el polvo y sudaras con el ganado. Que sintieras el peso de este lugar sobre tus hombros tanto como yo.
Chloe se dejó caer en la silla. Residir. Permanentemente. En la misma casa que Cade. Ya no eran solo seis meses. Era u tiempo estable. Y no era una simple condición empresarial; era una sentencia. Una sentencia que la ataba al hombre que le partió el corazón y al lugar que le recordaba todo lo que había perdido.
—Él sabía —susurró, más para sí misma que para Cade—. Sabía que yo... que nosotros...
—Que nos evitábamos —terminó Cade, su voz perdiendo el filo de la ira, dejando solo un cansancio profundo—. Sabía que, si no nos forzaba a estar aquí, juntos, uno de los dos huiría. Y normalmente, esa serias tú, Chloe.
La verdad de sus palabras le dolió más de lo que estaba dispuesta a admitir. Miró a su alrededor, la oficina llena del legado de su tío, del pasado que la ahogaba, y del hombre que representaba todo lo que era a la vez doloroso e irresistible.
—Bien —dijo, finalmente, cerrando la laptop con un golpe seco—. Está bien. Jugaré según sus reglas. Residiré aquí. Participaré. Pero lo haré a mi manera.
Se levantó, mirándolo directamente a los ojos.
—Mañana mismo empiezo a implementar un sistema de gestión moderno. Digitalizaré los registros, contactaré con nuevos proveedores y crearé una estrategia de marketing para vender la carne a un precio justo. Puedes quejarte, puedes resistirte, pero no puedes impedírmelo. Porque es mi rancho tanto como tuyo. Y no voy a permitir que se hunda por tu terquedad.
Antes de que Cade pudiera responder, Chloe salió de la oficina, dejándolo solo con el eco de sus palabras y el peso de un testamento que había convertido su frágil tregua en una convivencia forzada. La guerra por el Rancho Cielo Azul acababa de escalar, y el campo de batalla ya no era el corral o la oficina, sino la casa misma que tendrían que compartir.