La Chica De Ciudad Y El Vaquero

Capítulo 5: Se desato la tormenta

La frágil tregua de la oficina se evaporó con el calor de la mañana siguiente. Cade había salido al amanecer, y Chloe lo encontró horas después, desenredando una cerca de alambre de púas en el límite norte de la propiedad.

El sol castigaba sin piedad, y el sudor le pegaba la camisa a la espalda, delineando cada músculo. Chloe apretó la carpeta que llevaba bajo el brazo, sintiendo el pulso acelerarse. No era solo por la confrontación que se avecinaba.

—Tenemos que marcar los límites de la propiedad —anunció, deteniéndose a una distancia segura—. Según los planos de la oficina de catastro, hay una discrepancia en el límite oeste. Podríamos estar cediendo hectáreas sin saberlo.

Cade ni siquiera se volvió, continuó tirando con fuerza de unos alicates.

—Los planos de catastro —masculló con desdén—. Yo conozco cada centímetro de esta tierra. La he caminado, la he trabajado. No necesito un papel para decirme lo que es mío.

—Nuestro —lo corrigió Chloe, avanzando un paso—. Lo que es nuestro. Y esos papeles, Cade, son los que evitan que alguien como 'Desert Core' encuentre un vacío legal para quitárnoslo.

La mención de la corporación lo hizo envarar. Finalmente, se enderezó y se volvió. Su rostro estaba sombreado por el sombrero, pero ella podía sentir el peso de su mirada.

—¿Tienes el mapa?

Chloe asintió y desplegó un plano grande y amarillento sobre el capó de la camioneta todoterreno cercana. El viento intentó arrebatárselo, pero ella lo sujetó con firmeza.

—Aquí —señaló con un dedo—. Según esto, la línea debería seguir el curso seco del arroyo, pero la cerca actual se desvía. O nos hemos apropiado de tierra que no es nuestra, o la estamos regalando.

Cade se acercó para mirar, su brazo rozando el de ella al apoyarse en el capó. El contacto fue breve, una fracción de segundo, pero suficiente.

Una descarga eléctrica, instantánea y brutal, les recorrió el brazo a ambos. No era solo el roce de la piel; era un portal que se abría de golpe. De repente, no estaban en un camino polvoriento bajo el sol de Arizona, sino en el porche de la casa, diez años atrás, con el sonido de los grillos como banda sonora y sus cuerpos jóvenes y ansiosos acurrucados en la hamaca.

Chloe recordó la textura de su camisa de franela, el olor a jabón y a noche estrellada, la seguridad de su brazo alrededor de sus hombros. Cade recordó la suavidad de su piel, el sonido de su risa, la forma en que se aferraba a él como si fuera su ancla en el mundo.

Ambos se apartaron al unísono, como si se hubieran quemado.

—El mapa está desactualizado —dijo Cade, con una voz extrañamente ronca. Se aclaró la garganta—. El arroyo cambió de curso después de las grandes inundaciones. La cerca está donde siempre ha estado.

Chloe intentó recuperar el aliento, fingiendo una concentración que no sentía.

—Entonces necesitamos una topografía actualizada para proteger…

Su frase se truncó. Una ráfaga de viento repentina arrancó el mapa y lo envió volando. El cielo, que minutos antes era de un azul intenso, se había teñido de un gris plomizo y amenazador.

—Maldita sea —masculló Cade—. Tormenta de verano. De las grandes.

—¿Y el mapa? —preguntó Chloe, viendo cómo el plano danzaba en el aire.

—Olvídalo —dijo Cade, agarrándola del brazo—. Esto se va a poner feo. A la casa. Ya.

Sin embargo, no alcanzaban a llegar. En cuestión de minutos, el mundo se transformó. El viento aulló, levantando cortinas de polvo que cegaban. Los primeros goterones, gruesos y pesados, comenzaron a estallar contra la tierra seca. Y luego, el cielo se abrió.

—¡Mejor a la camioneta! —gritó Cade por encima del estruendo, tirando de ella.

Chloe se soltó. A través de la cortina de agua, vio el grupo de terneros, asustados, corriendo hacia la zona baja donde el arroyo se convertía en un torrente furioso.

—¡Los terneros! —exclamó, señalando.

—¡Ya iremos por ellos después! ¡Es peligroso!

Pero Chloe no lo escuchó. Un impulso instintivo la llevó a correr a través del aguacero. El agua le empapó la ropa al instante, dificultando su carrera. Llegó jadeante hasta los animales, intentando dirigirlos con gritos y gestos. Pero el pánico de los terneros era mayor. Uno de ellos, en su carrera ciega, la golpeó con su cuerpo, haciéndola caer de rodillas en el lodo.

De repente, unos brazos fuertes como acero la levantaron del suelo.

—¡Estás loca! —le rugió Cade al oído—. ¡Podrían haberte aplastado!

El miedo y la frustración estallaron dentro de Chloe.

—¡Estaba pensando en el ganado! ¡En tu preciado ganado! —le increpó, empujándole el pecho—. ¡No puedo quedarme de brazos cruzados solo porque a ti te da miedo que me ensucie!

Cade la sacudió, no con violencia, sino con desesperación.

—¡No me da miedo que te ensucies, me da miedo que te pase algo! —La confesión salió de él como un latigazo, pero se arrepintió en el instante que se dio cuenta, ya era tarde, así que continuó—. Esta tierra no perdona, Chloe. Un error y te cobra un precio que no estoy dispuesto a pagar.

Por un instante eterno, se miraron fijamente, jadeantes, con el agua chorreando por sus rostros. Él no veía a la mujer de ciudad frívola. Veía el destello de la chica testaruda y valiente que había amado. Veía el fuego que siempre había ardido en ella.

El momento se rompió con un trueno ensordecedor. Cade soltó el aire.

—Vamos —dijo, su voz más baja—. Los terneros ya están subiendo. Tú y yo necesitamos un techo.

La guió de vuelta, su mano grande envolviendo la suya, fría y temblorosa. No era un gesto de amor, sino el de un socio reacio reconociendo a regañadientes un coraje que rivalizaba con el suyo. Mientras la tormenta rugía, Chloe supo que algo había cambiado. Se había ganado, a fuerza de testarudez, un atisbo de su respeto.




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