El camino a Phoenix se sintió como un viaje a otro planeta. Chloe, al volante de la camioneta de Cade, observaba cómo el paisaje cambiaba de extensiones áridas y ranchos polvorientos a la expansión urbana que se tragaba el desierto. La sensación de libertad que le había dado el vasto horizonte se contrajo, reemplazada por la familiar, pero ahora opresiva, estructura de la vida urbana.
Mientras avanzaba por la interestatal, un recuerdo inesperado la asaltó. Era de su primer verano en el rancho, cuando Cade, con diecisiete años y una sonrisa que le robaba el aliento, le había enseñado a montar a caballo. Recordó la calidez de sus manos firmes sobre las suyas mientras le enseñaba a sostener las riendas, el susurro de su aliento cerca de su oído cuando le decía que no tuviera miedo. La memoria era tan vívida que casi pudo sentir el cosquilleo que le recorría la espalda en aquel entonces. Sacudió la cabeza, como si pudiera desalojar físicamente esos pensamientos.
"Concéntrate en el rancho, no en el hombre", se repitió.
Su primera parada fue la oficina de catastro del condado. El aire acondicionado golpeó su piel como un muro frío. Mientras esperaba en una fila impersonal, no pudo evitar contrastar la burocracia lenta y anónima con la forma en que Cade resolvía los problemas. Su mente, sin embargo, seguía traicionándole. En lugar de enfocarse en la eficiencia, recordó cómo bajo la tormenta, sus brazos la habían levantado del barro con una fuerza que era a la vez brusca y protectora. Un estremecimiento que nada tenía que ver con el frío del aire acondicionado la recorrió. Se obligó a mirar el número que tenía en la mano. Prefirió pensar en el rancho, en cada animal, en cada árbol, todo tenía un nombre, una historia. Como la que ellos alguna vez compartieron.
Con los documentos oficiales en la mano, que confirmaban la discrepancia en los límites, su siguiente parada fue la biblioteca estatal. Pasó horas sumergida en leyes de zonificación, registros de derechos de agua y antecedentes corporativos de Desert Core. Cada documento, cada ley, era un arma que podía usar. Pero entre líneas de texto legal, veía sus ojos castaños claros evaluándola, no con el desdén de los primeros días, sino con una curiosidad renovada que le hacía latir el corazón más rápido de lo normal.
Al salir, el bullicio del tráfico y el ritmo acelerado de la gente le resultaron estridentes. Se dio cuenta de que, en solo unos días, su cuerpo se había acostumbrado al silencio del rancho, roto solo por el viento y el balido del ganado. Se encontró anhelando el olor a tierra seca y a cuero que siempre envolvía a Cade, en lugar del humo de los coches y el concreto.
Su teléfono vibró. Un mensaje de una amiga de Nueva York: "¿Cuándo vuelves? ¡Extrañamos tus ideas en las juntas!" Chloe miró el mensaje, luego la carpeta llena de documentos legales sobre el Rancho Cielo Azul. La desconexión fue brutal. Esa vida, con sus rascacielos y sus cócteles, le parecía de repente increíblemente distante y superficial. ¿Cuándo había empezado a pensar en el rancho como "su" mundo y en Nueva York como "aquella" vida?
Mientras manejaba de regreso, ya con el sol cayendo a sus espaldas, no podía sacarse de la cabeza la intensidad de la mirada de Cade. No era solo testarudez o nostalgia lo que la atraía de él ahora; era la autenticidad con la que se movía por su mundo, la conexión visceral con la tierra que ella estaba empezando a comprender, y a anhelar.
Al cruzar el letrero de "Piedra Luna", una extraña sensación de calma la invadió. No era la emoción de volver a casa, sino la paz de regresar a donde, inesperadamente, sentía que debía estar. Y, tal vez, con quién debía estar.
Cade la esperaba en el porche, sentado en los escalones, tallando un trozo de madera con un cuchillo. El simple hecho de verlo allí, con su silueta cercenada contra la luz cálida de la casa, le confirmó lo que su corazón ya sabía: este hombre, este lugar, se estaban convirtiendo en su nuevo centro de gravedad.
—¿Y? —preguntó él, sin levantar la vista de su tarea, como si hubiera estado esperando su regreso.
Chloe se sentó a su lado, dejando la carpeta con los documentos entre ellos.
—El mapa de catastro está mal. Pero tenerlo por escrito nos da ventaja —dijo, y luego respiró hondo—. Y encontré algo más. Desert Core tiene demandas pendientes en otros dos estados por contaminar las fuentes de agua. No son solo ambiciosos, son negligentes.
Cade dejó de tallar. Finalmente la miró, y en sus ojos había un nuevo respeto, mezclado con algo más cálido, más profundo, que hizo que a Chloe se le cortara la respiración.
—Buena cacería, arquitecta.
Ella sonrió, sintiendo una punzada de orgullo que quería compartir solo con él.
—También hablé por teléfono con el abogado de mi tío. Me envió copias de todos los acuerdos verbales que Robert tenía con los otros rancheros, sobre el agua y los pastos. Dijo que mi tío siempre confió en que, si llegaba el momento, tú sabrías qué hacer con ellos.
Cade guardó silencio por un momento, mirando hacia el crepúsculo. Su perfil, fuerte y definido, se suavizó con la tenue luz.
—Él siempre creyó en esto. En el valle. En la gente.
—Y en ti —agregó Chloe, suavemente, permitiendo que por primera vez su voz transmitiera la admiración que empezaba a sentir.
Sus miradas se encontraron en la penumbra, y la tregua ya no fue solo una estrategia. Se estaba convirtiendo en una alianza verdadera, forjada en la confianza y un respeto que se transformaba, minuto a minuto, en algo más peligroso y tentador.
—La reunión con los rancheros —dijo Cade, rompiendo el silencio—. Es mañana en el salón comunal. A las nueve.
—Estaré lista —afirmó Chloe, y esta vez sus palabras sonaron como una promesa.
Él asintió, y un extremo de su boca se curvó ligeramente en lo que casi era una sonrisa, dirigida solo a ella.