Es increíble como el ser humano puede adaptarse a nuevas situaciones de manera constante. En otras épocas, uno podía ir a un supermercado y enfrentarse a las góndolas a elegir que comer esa noche. Quizás unas buenas pastas o un tradicional asado argentino. Un buen vino para acompañar y un delicioso postre para coronar la noche… todo al alcance de una tarjeta de crédito y a pocos metros de tu casa. Claro, siempre y cuando tu situación económica te ayude. Otras personas, en cambio, no podían darse esos lujos, se comía lo que había, no existían mayores opciones.
Javier era una de esas personas. Había nacido en Santiago del Estero y de muy joven sus padres se mudaron a Córdoba a buscar nuevas oportunidades laborales. Claro, aquí la situación no fue mucho mejor. Se instalaron en un asentamiento marginal. Su padre hacía algunos trabajos de albañilería por aquí, otros por allá. Su madre limpiaba casas y tenía que soportar a las pedantes mujeres clase media que de repente se creyeron parte de la aristocracia por tener alguien que les limpiara.
No tenía hermanos porque un año después de que él naciera, tuvieron que extraerle el útero a su madre por un enorme mioma que había crecido en su interior. Esto sumió a la mujer en una profunda depresión que derivó en su muerte unos años más tarde por una sobredosis de pastillas para dormir. Esto sucedió cuando el niño tenía apenas cinco años de edad. Su padre, agobiado por la muerte de su esposa y la falta de trabajo, decidió volver a su provincia natal dejando al pequeño al cuidado de una familia vecina, esperando volver a buscarlo cuando la situación mejorase. Algo que nunca sucedió.
En medio de esta situación, Javier dejó la escuela a los 12 años y se escapó de su casa de crianza, donde apenas era un estorbo más y una boca extra para alimentar en un hogar donde tampoco abundaba el dinero.
Comenzó limpiando vidrios en las esquinas y durmiendo en la calle. Las monedas que le daban le alcanzaban apenas para una comida al día. El problema comenzó a surgir cuando el hambre arreciaba en su estómago y decidió hurtar unas manzanas de una verdulería que tenía sus productos exhibidos a simple vista. Se sintió fatal por eso, pero también tomó conciencia de que si todos habían sido tan malos con ellos, porque no él podría ser igual con una sociedad que lo trataba como escoria.
Una cosa llevó a la otra y a sus 14 años Javier ya estaba envuelto en una banda que aprovechaba cualquier situación para tomar por sorpresa a los transeúntes y robarles lo que tuvieran a mano. Al principio parecía algo divertido, le ayudaba a conseguir comida sin tener que pasar horas en una esquina por un puñado de monedas.
Una noche, sentados en el banco de una plaza con sus compañeros de andanzas, se acercó un hombre mayor. Lo conocían, pues muchas veces le vendían a esa persona algunos de las cosas que lograban robar en la calle: teléfonos celulares, joyas, relojes, etc. Esa vez, era este sujeto quien venía a ofrecerles algo y se trataba de un viejo revolver de tambor con cuatro balas en el mismo. Les convenció de que lo necesitarían para protegerse por si alguna vez tenían algún problema.
Javier desechó la idea inmediatamente, pero su amigo lo convenció y compraron el arma. Quizás podría ayudarles en algún momento de aprieto. Se imaginó en ese momento cual podría ser el aprieto: La policía… los muchachos odiaban a “los cobanis”, como les decían despectivamente. Muchas veces los frenaron en la calle a pedirles documentos, los trataban como basuras, los golpeaban y varias noches terminaron durmiendo en una comisaría siendo insultados, hambreados y golpeados por uniformados, sólo para liberarlos a la mañana siguiente.
En una oportunidad, Javier andaba sólo por la calle y un patrullero frenó a su lado. Se bajaron dos policías a pedirle documentos. Por supuesto, él no los tenía. Uno de los oficiales lo puso violentamente contra la pared para requisarlo mientras el otro lo provocaba con insultos y golpes. El muchacho cometió el grave error de intentar defenderse. Terminó esa noche en un calabozo donde lo desnudaron por completo y lo mojaron con una potente manguera. Cada una hora volvían y lo mojaban nuevamente. Así durante varias horas. Ese día hizo -3° grados centígrados. Terminó internado en un hospital público con una neumonía que casi lo mata.
Ahora con el revólver se sentía más seguro y poco a poco sus atracos pasaron de ser rápidos movimientos de rapiña a ser cada vez más agresivos, sin embargo les gustaba la adrenalina que eso provocaba y ni hablar de los “botines”. Ya sus víctimas no eran distraídos transeúntes, sino que ahora ingresaban a bares, quioscos o negocios en general. Con eso ahora comían, pero también se compraban ropa, zapatillas, celulares y otras armas.
Como suele suceder en muchos de estos casos, la situación termina de salirse de curso y las cosas no salen como lo esperado. Ese día, había visto a un elegante señor de traje que se subía a un flamante automóvil marca Audi. Descubrieron que trabajaba en algún banco del centro ya que siempre caminaba por la Plaza San Martín a las cuatro de la tarde hasta una cochera en la calle Buenos Aires y salía con su auto.
Editado: 19.06.2018