La Dalia Prohibida

Capítulo III: Entre la Espada y la Pared

   El acontecimiento se había convertido en un hecho patético. Todo sucedió tan rápido que no dio tiempo a reaccionar de la manera debida. Solo se podía ver desde lo lejos donde se hallaban Corban Quinn y Bemus, cómo aquellos tentáculos violentaban las agua y se volvía inapreciable la heroica imagen que acostumbraba el Daliágape. Los dos únicos sobrevivientes a la desgracia, junto con el pequeño grupo de ipotanes que acudieron al auxilio acaecían congelados, entumecidos. El miedo los había vuelto ciegos al peligro, sordos a las órdenes de supervivencia. Pero la situación se vuelve mucho más angustiosa cuando éstos vuelven a escuchar los aullidos de Escila emerger desde las profundidades.

- ¡Tenemos que salir de aquí! – se acelera el ipotane - ¡Vámonos! ¡Vamos! – pero Corban no contesta. El espectro estaba tieso como piedra mientras observaba la colosal monstruosidad.

- ¿Dalia? – el desasosiego fue atroz – No, no puede ser – sus ojos no podían aguantar lo que veían y fue solo cuestión de tiempo para que explotara y comenzara a llorar.

- ¡Quinn, apúrate! ¡Tenemos que irnos! ¡Si nos quedamos aquí vamos a morir!

- ¡No! Yo soy un daliano. No dejaré que mueran mis camaradas – ahogándose en su propio llanto y desprendiéndose a correr a velocidades superiores.

- ¡Corban! ¡No! – al ver la insensata y descontrolada acción del brucolaco, el mirmidón cabalga tras el mismo en el hipocampo que había tomado de los ipotanes.

- Oigan, ¡regresen! No hay nada que podamos hacer. Hay que ir a la costa para solicitar ayuda – exclama asustado el hombre con cabeza de caballo.

- Vámonos de aquí. No hay remedio. Esto no tiene solución – dándose vuelta para retirarse del peligroso territorio.

   Mientras tanto en las fauces de Caribdis se estaba viviendo la personificación del caos primigenio. Un gigantesco tentáculo parte a la mitad de un golpe al Daliágape, desperdigando los cuerpos de los marineros por todo el tragadero. Los dalianos atemorizados y habitados de incertidumbre intentaban librarse constantemente del horror inducido por el remolino que provocaba la agitación de esos brazos demoníacos. Pero resultó que irónicamente las amarras que se habían ceñido a la cintura con el objetivo de proteger sus cuerpos, se convertirían entonces en la perdición de aquellos hombres, pues restringían elevadamente la libertad de movimiento. Sus rostros pintaban las expresiones más angustiosas que podía permitir el talante de cualquier criatura, ya que el momento parecía estar regido por las divinidades de la muerte.

   En la agitación, una gran parte del mástil que volaba frenético y sin rumbo se hallaba atada a la amarra de la capitana. No fue necesario que se revolucionaran de más las aguas para que la pieza golpeara la espalda de la campeona y la aventara el aire de sus pulmones. Por un momento sus movimientos se vuelven aleatorios e intenta precisar a alguno de sus condiscípulos. A una distancia no muy cercana se encontraba en el mismo estado el toro Tyrone. Ésta le intentaría alcanzar, pero una gran viga de madera astillada que se alzaba como flecha en el frenesí enhebra su pecho de lado a lado desangrándola rápidamente. Andréas vislumbra la situación y sin poder controlar sus movimientos hace el intento de lanzarse hacia el cuerpo, ahora inerte, de Eco (actividad que se le imposibilitaría por una situación similar). Un gran golpe estremece la cabeza del arquero, haciendo que se desvaneciera y dejara de luchar por su vida.

   La situación ya estaba infectándose por la fatalidad. Nada pintaba bien, pero todo comienza a ponerse mucho más ridículo cuando el monstruo decide extender sus dañinos brazos por la superficie, dibujando un aspecto algo así como de “brote” o planta carnívora. Nadie podía percatarse de lo que sucedía. De momento una tranquilidad alarmante reinó durante varios segundos. Pues resulta que Caribdis se preparaba para absorber a sus desdichadas víctimas. Las fauces de aquel monstruo se comienzan a abrir como pozo nocivo y comienza a succionar las aguas de los alrededores en cantidades monumentales generando de esta manera una vorágine que engullía todo a su paso.

   Los sucesos acaecidos se estaban revolviendo cada vez más de manera muy drástica. La desconocida misión del Daliágape se había frustrado y el porvenir de los hechos se manchaba con la angustia de la incertidumbre. La incógnita de la “furia de los mares” se comenzaba a volver relevante. El ataque resultaba ser incomprendido con respecto al modus operandi de los guardianes de Hatria, ya que éstos no solían inmiscuirse en los asuntos de los mortales. Además de que existían rígidas leyes que prohibían estrictamente las relaciones entre los mismos.

   Fue cuestión de tiempo para que se desvaneciera cualquier vestigio de vida de la superficie. Corban Quinn que se acercaba a velocidades inconcebibles sin romper la tensión del mar se detiene al sentir sensaciones impropias en su cuerpo. Un grito exasperante le hizo retorcerse por breves segundos hasta llegar a un término que quebrantaría su figura. El cuerpo del vampiro estalla en un millar de fragmentos ennegrecidos que serían absorbidos consecuentemente por las fauces de la abominación. Al mirmidón ver esta terrible escena frente a sus ojos, es iluminado con el inquietante conocimiento de que lo único que estaba habitando las superficies eran aquellas desagradables criaturas aparte de él. Por primera vez, el hombre, comienza a sentir miedo. Su pecho se aprieta, y sin poder encontrar otro motivo para estar allí, su instinto de conservación intenta despertar y decide huir de la calamidad.

   No fue necesario que Bemus lo pensara tantas veces. Tras alejarse consternado, toma camino en dirección opuesta al fondeadero. Estaba claro para él que los guardianes estaban en desacuerdo con la presencia de los dalianos. Así que haría todo lo posible entonces por evitar toda región donde existiera el culto a Nerós, o al menos adoradora de los mares.




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