ANDREA
Abro los ojos, desorientada, aturdida, confusa. Estoy sentada sobre una alfombra negra de felpa con la espalda apoyada en lo que parece metal negro. Doy un par de golpes sobre el material frío que tengo a mis espaldas para asegurarme de mis cavilaciones. A pesar de la oscuridad me rodea, creo que estoy en la parte trasera de un furgón estacionado.
Mierda, mierda y más mierda. ¿No podía meterme en mis asuntos por una vez en mi vida? No, claro que no, si no no sería yo.
Compruebo mi cuerpo en busca de golpes o indicios de algún tipo de abuso. Mi ropa completamente arreglada y manos atadas me hacen pensar que lo único que querían era controlar al cabo suelto. O sea, a mí.
La puerta lateral se abre de golpe, deslumbrándome. Tras unos segundos, mis pupilas se contraen lo suficiente como para poder enfocar al individuo que tengo frente a mí.
—Buenos días —dice el moreno cruzándose de brazos.
—¿Dónde estoy?
El sabor amargo de la suciedad impregnada en el paño que cubría mi boca, me provoca una arcada que le despierta una risa nada agradable.
—Tu nombre.
No pienso responder, en cuanto sepa quién soy estoy perdida. Es más, me sorprende que no lo sepa. Quizás eso sea lo que más miedo me da, no puede temer lo que desconoce y eso lo hace completamente impredecible.
—Como quieras. —Se encoje de hombros sacando una pistola de la parte trasera de su cintura.
Me quedo quieta. En cualquier otro momento esto me habría causado gracia, porque sabría que quien estuviera frente a mí no sería tan estúpido como para disparar, pero esto es diferente. No saben quién soy, y por ende, desconocen el poder de mi padre.
—¡Andrea! —grito cuando quita el seguro del arma y su dedo se tensa sobre el gatillo negro—. Andrea Avellaneda.
Lo miro, buscando alguna expresión en su rostro que me indique que se ha percatado de mi procedencia, pero no hay nada. Lo único que logro vislumbrar es un diminuto -casi inexistente- atisbo de sonrisa complacida.
—Nos vamos entendiendo. —Guarda el arma—. Vamos. —Con un movimiento de cabeza me ordena salir. No sé si se está burlando de mí o es que su diminuto cerebro no da para más. Quizás su única neurona se haya ido a dormir. —No me gusta repetir las cosas, niña —escupe frío, glacial. Puedo ver la advertencia en su voz.
Ruedo los ojos sin mover un solo pelo.
—¿Cómo se supone que voy a moverme si estoy atada de pies y manos?
Sus ojos oscuros se convierten en un pozo infinito que me taladra con ira. Me quedo estática cuando la fría hoja de una navaja se pasea por la piel de mis tobillos desnudos antes de rasgar la cuerda.
—Venga, no tengo todo el día.
Salgo temblando. El edificio de fachada dudosa me pone alerta. ¿Dónde estamos? ¿Habremos salido de la ciudad? Observo el entorno, no hay salidas de emergencia, las ventanas están protegidas con rejas de hierro y las personas que deambulan por aquí parecen ser de las que no hacen preguntas.
Es de día, lo que significa que he estado más de seis horas drogada, inconsciente, tiempo suficiente para huir hasta la otra punta del país, incluso del continente. No obstante, algo me dice que seguimos aquí.
Los gritos de la mujer que asesinaron juraban desconocer el paradero de lo que sea que estaban buscando, no creo que mataran por encontrar algo y desaparecieran del mapa por un pequeño contratiempo.
Debemos seguir cerca de la ciudad, no demasiado, pero sí cerca. Lo sé por la nube de contaminación que veo en el cielo.
Comienzo a caminar siguiendo sus instrucciones hasta adentrarnos en la habitación del motel de carretera frente al que está estacionada la furgoneta azul donde estaba atrapada. Paseo la mirada por las paredes ocres del lugar adornadas con un par de cuadros de estampas naturales. Una cama doble, un par de sofás y una mesa con algunas revistas son todo de lo que dispone el austero cuarto. Además de un pequeño cuarto de baño.
—No puedes escapar, pero el simple hecho de intentar hacerlo te asegura una bala en el cráneo —amenaza cubriendo mi boca con cinta americana —. Ahórrame tener que limpiar tus cesos de la pared, no es precisamente agrdable.
***
Llevo horas encerrada y mi cabeza no ha parado de darle vueltas a lo sucedido. No es la primera vez que me secuestran, es más, es la tercera. Razón por la que no estoy todo lo histérica que debería. Aunque admito que estoy inquieta. Las otras dos veces han sido ataques planeados para conseguir algo de mi padre, pero ahora solo soy un cabo suelto del que aún no se han deshecho y eso me lleva a preguntarme ¿por qué? ¿Por qué dejarme con vida después de presenciar dos asesinatos? ¿Por qué secuestrarme en lugar de matarme? No es inteligente por su parte mantenerme cautiva, es más, es lo peor que podrían hacer. ¿Qué los detiene de descargar plomo en mi cabeza?
Necesito encontrar la forma de salir de aquí. En total son dos hombres en la puerta y el asesino de sonrisa diabólica que parece ser el que lleva la voz cantante. Con uno podría, pero tres son demasiados, tengo que buscar el momento preciso para pedir ayuda, es mi única opción. O pedirle ayuda a ella, pero no quiero tener más sangre en mis manos.
La puerta se abre y el moreno cargado de bolsas con comida entra dirección al salón de la habitación. El olor del pollo asado invade mis fosas nasales y mis tripas suenan, como si estuvieran gritando: «aliméntanos».
Sigo sentada en el suelo junto a la cama con la cabeza recostada en el mullido colchón y sus ojos sobre mí. Ni se ha preocupado por disimular la curiosidad que le despierto, por mucho que tenga la televisión encendida, está más atento a las ondas de mi pelo, el rubor de mis mejillas y el color de mis ojos que al lamentable programa rosa que se está emitiendo. Si su intención es intimidarme, la lleva clara.
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Editado: 29.10.2024