La Dama Negra

Capítulo 6

ANDREA

Sus ojos son como arenas movedizas, cuanto más te resistes a caer más te atrapan. Su oscuridad apabullante me consume de forma inexplicable. No es maldad lo que transmite, es dolor, uno tan fuerte e inmenso que tiñe el resto de matices de su mirada.

—Será mejor que vuelvas a tu habitación —ordena sutilmente. 

Asiento aún aturdida y confusa. Mi cuerpo se mueve en dirección a las escaleras pero mi mente sigue plantada frente a él.

—Andrea. —Giro para verlo—. No deberías dejar que te controle así. 

—No sé a qué te refieres.

Siento una punzada en el lado izquierdo del pecho que me recuerda lo rota que estoy. Los pedazos que alguna vez logré pegar siguen sin encajar, las heridas no han sanado, la tortura no ha acabado. La rabia conmigo misma por ser tan débil me quema por dentro mientras la soledad abrumadora me arropa en un frío y nada reconfortante abrazo que me mantiene en pie.

«Eres más fuerte que esto, hasta él lo sabe». Me recuerda, y no me queda otra que creerla. Porque de no ser así no habríamos llegado hasta aquí. 

Su sonrisa diabólica, frío como la Antártida, se ensancha con prepotencia. 

—Lo sabes perfectamente. 

***


La claridad del amanecer no logra despertarme pues no he conseguido descansar ni un par de minutos. No obstante, la luz que ilumina la habitación me molesta tanto como si lo hubiera hecho. Las escasas, e inexistentes, horas de sueño están teniendo sus consecuencias.

Necesito dormir un par de horas para ser una persona como tal. Ahora mismo soy un montón de malas vibraciones esperando ser rozadas para explotar, lo cual no es muy difícil. Todo me molesta: la luz, la presencia de alguien, que respiren el mismo aire que yo, que caminen, que existan. El previo perfecto para tener un día de mierda. 

Bajo a la cocina para comer algo. Debería esperar a Dan, él se encarga de traerme el desayuno pero hoy no me apetece quedarme en la habitación y según me explicaron, tengo vía libre para venir cuando quiera. 

Mientras me sirvo el tazón de leche con cereales, mis ojos recorren la habitación en busca del rubio pseudo-amable que debería estar aquí asegurándose de que no me escape.

Estos días he estado atenta a los cambios de turno, pero no hay fisuras en su organización. Siempre hay un mínimo de dos personas en casa, no dejan el salón solo ni un segundo —porque aquí tengo vía libre a dos puertas por las que podría escapar— y hay un continuo flujo de información de lo que hago y dejo de hacer. Sin embargo, hoy no hay nadie. El moreno acababa de subir a su habitación cuando salí de la mía, Lorenzo no ha regresado desde ayer y Dan no aparece por ningún lado.

Esta es mi oportunidad. Me acerco al la ventana que la entrada para comprobar mis posibilidades de huida que aumentan exponencialmente cuando observo mi flamante Audi en la entrada. No sabía cuánto echaba de menos a ese coche hasta que volví a verlo. 

Ese coche no se puede puentear, yo misma me encargué de hacerle las modificaciones necesarias para evitar que me lo robaran. Así que, decidida a salir de esta cabaña perdida del mundo, comienzo a buscar en las inmediaciones de la entrada las llaves del coche. 

No me cuesta más de diez minutos encontrarlas en una de las cajoneras del salón. Demasiado fácil. 

«Te están vigilando.»

Tiene razón. Ni siquiera ellos cometerían un fallo de este tipo. Están intentando probar algo, quizás mi sumisión o mi falta de iniciativa o ganas por salir de aquí, pero sea lo que sea no lo van a lograr. 

Necesito que se relajen, que piensen que si alguna vez pasara esto de verdad, no saldría corriendo sin mirar atrás. Deben creer que mi miedo es superior a mis ganas de huir, solo así conseguiré escapar. El día que menos lo esperen estarán tan relajados con la idea de que no haré nada por irme, que cometerán un fallo que podré aprovechar. 

Me siento en el sofá con una manta, enciendo la televisión y me permito distraerme por unos minutos. Como si no me hubiera debatido entre la idea de perderlos de vista de una vez por todas o seguir esperando el momento indicado para acabar con esta pesadilla. 

—¿Qué haces? —Lo miro con mala cara. No me está viendo o qué. Levanto la cuchara agitándola y sonrío falsamente—. ¿No deberías estar huyendo? —pregunta divertido apoyado en la isla de la cocina.

—¿No tienes nada mejor que hacer? Como desaparecer, por ejemplo

—Una mala noche, entiendo. 

—Además de asesino, secuestrador y huracán de destrucción, psicólogo. Interesante.

No, otra vez no. Su sonrisa diabólica.

—Huracán de destrucción, esa es nueva.

Yo solo quería ver la mierda que echan en televisión mientras disfrutaba en absoluta tranquilidad de mi desayuno, pero era demasiado pedir.

—Puedes añadirlo a tu currículum, de nada. ¿Ahora puedes dejarme ver la maravillosa vida del pingüino emperador? Es más interesante de lo que esperaba. 

«Relájate, fiera. La idea era ganarte su confianza, entender su mente perturbada, ¿recuerdas?»

Su semblante se vuelve serio. Está tenso, puede que algo confuso e irritado por mis palabras.

—Eres consciente de que sigo siendo yo el que manda, ¿verdad?

Asiento sin mirarlo, pero puedo notar cómo sus músculos se tensan por no tener mi atención, por no tener el control absoluto de la situación.

De pronto, un pitido me deja sorda durante unos segundos, la leche se me ha caído encima y el sonido del disparo parece hacer eco en cada rincón de la casa. El estruendo ha conseguido que mi corazón se saltara algún latido mientras paralizaba mi respiración por completo. 

Algunas astillas del agujero que la bala ha hecho en el techo caen sobre mi cara y tazón de cereales.

Lo miro atónita, es impredecible. Cuando tocas la tecla exacta desatas el vendaval de destrucción que guarda, aunque tiene dos inconvenientes: no conoces la tecla y no sabes qué desatarás.




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