La Dama Negra

Capítulo 9

ANDREA

 

Su tez está más pálida que nunca y sus ojos pierden brillo con cada segundo que pasa, pero el amor que irradian es tan grande que me reconforta.
Te quiero.

No puedo perderte, a ti no suplico anegada en lágrimas intentando taponar las dos heridas de bala de su vientre. Aguanta, por favor.

Cariño, lo siento, lo siento por todo.

La ambulancia está en camino, te pondrás bien. No me dejes, mamá, no me dejes.

Intento detener la hemorragia pero la sangre sigue brotando de su cuerpo como si de una fuente se tratase.

El amor que veo en sus ojos humedecidos por el dolor que está sintiendo y la despedida que no estoy dispuesta a aceptar, es un dardo envenenado. Me recuerda que me ama, que siempre lo hará mientras me restriega lo que estoy a punto de perder.

Se fuerte, sincera y... —Su voz se va perdiendo con cada palabra que dice hasta que finalmente deja de sonar.

Unos golpes hacen eco a mi alrededor. Miro confusa en todas direcciones pero no encuentro el origen.

El sonido de su respiración entrecortada me hace volver la atención a ella. A la preciosa mujer que me mira como si fuera su tesoro más preciado.

La sangre tiñe sus labios de un rojo tan intenso que se me encoje el corazón. Siento que cada segundo que pasa su partida está más cerca, tanto que ya no le quedan fuerzas para luchar contra el peso de sus párpados cerrados.

Y valiente termino la frase abrazada a su cuerpo ensangrentado.

Estoy perdida en mitad de la nada, escondiéndome de la gente que se supone que quiere hacer daño a papá, los mismos que acaban de matar a la única persona que siempre me ha antepuesto a todo y no puedo hacer más que llorar aferrada a su cadáver.

El aire que entra en mis pulmones no es suficiente. El temblor de mis manos ensangrentada se vuelve cada vez más crítico y el latido de mi corazón desbocado desaparece junto con el suyo. Nada tiene sentido si no la tengo conmigo.

No la tengo conmigo.

Se ha ido.

La he perdido.

El llanto ensordecedor arranca todo rastro de oxígeno de mis pulmones. El mundo a mi alrededor se derrumba y los golpes extraños vuelven a hacer eco, esta vez con más fuerza. Tanta que logran sacarme del infierno.

—¿Andrea? ¿Puedo pasar? —La voz del rubio me trae de vuelta. Odio que me despierten, pero esta vez agradezco que lo haya hecho, no podía seguir viendo cómo moría en mis brazos.

—Uhum.

—¡Lo tomaré como un sí! —Entra en la habitación con una bandeja de madera repleta de comida que deja en mi regazo cuando me acomodo en la butaca frente al gran ventanal—. Señorita, el desayuno está servido.

No tengo fuerzas para responderle, ni siquiera para permitirle sentarse a mi lado cuando pide permiso. Simplemente dejo que haga lo que quiera, que esté a mi alrededor en un momento en el que todo parece ser irreal. Rememorar su muerte nunca es grato. Es un recuerdo que llevo tanto tiempo intentando mantener cautivo que me aterra cada vez que escapa del subconsciente.

La luz del sol de la mañana cubre su rostro por completo. Lo observo disfrutar de este momento como un niño; cierra los ojos y se recuesta levemente sobre el sofá monoplaza en el que se encuentra sentado.

Por alguna extraña y retorcida razón en la que ni pienso profundizar, no puedo apartar mis ojos de él. Sus facciones bien marcadas son varoniles pero con un toque juvenil. Su tez está ligeramente bronceada, la barba de un par de días cubre su mentón y su cabello revuelto se ve más rubio con los rayos del sol.

—¿Una foto o un póster? —Ladea la cabeza, de forma que sus ojos encuentran a los míos e inmediatamente una sonrisa se dibuja en sus labios.

—Una foto bastará.

Enarca una ceja tocando su perilla inexistente. 

—Pensaba que te sonrojarías y lo negarías.

—Nunca he entendido el afán de la gente por negar lo evidente, tardas más en inventar una excusa que en decir la verdad. Te estaba mirando, para qué negarlo —digo llevando el zumo de naranja a mis labios como si no acabara de admitir que me parece atractivo.

—Cierto.

Su sonrisa es cálida, como una hoguera en invierno que invita a sentarte cerca y perderte en sus ojos oceánicos.




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