La Dama Negra

Capítulo 21

ANDREA

El olor a sangre fresca inunda mis fosas nasales, casi puedo saborear el sabor férrico del líquido en mis papilas. Mis manos temblorosas siguen apuntándole, esperando que haga el mínimo movimiento para volver a disparar. Solo quiero una excusa para descargar el cargador contra su cuerpo. La intención era que sufriera, pero sus palabras y mis ganas de borrarlo del mapa fueron superiores a la sed de venganza. Me quedo estática observando cómo sus ojos se pierden en la oscuridad de su mirada. Su último suspiro es una recompensa que no sabía que ansiaba y un recordatorio de lo que merecían todas las personas que se atrevieran a violar la intimidad de otra.

Sus manos recorriendo mi cuerpo. Su respiración sobre mi piel. El dolor de los recuerdos que me embargaron en ese momento. El tormento. La sensación de estar muerta en vida. El dolor en el pecho que no hacía más que aumentar. Esa puta presión que jamás quería volver a sentir. 

—¡Aaah! —grito tan fuerte que siento que podría desgarrar mis cuerdas vocales. Creo que lo hago. 

Descargo el cargador sobre su cuerpo inerte. Necesito borrarlo. Tengo que deshacerme de esta sensación de asfixia que me consume. No sé si matarlo ayudará con eso, ni siquiera sé si quiero saber si ayudará. Solo quiero erradicarlo de la faz de la Tierra. Evitar que se cruce en el camino de cualquier otro ser humano al que podría dañar de manera similar. Eso era lo que me movía, la sed sangrienta que muchas veces había observado pero no saboreado. 

No me causa pena alguno su cadáver. Tampoco la ausencia de movimiento de su caja torácica. Una paz tensa se adueña del ambiente cargado de maldad, una tan pesada y espesa que me cuesta ver a través de ella. Eso no evita que me percate de que el charco de sangre que hay bajo su cuerpo se hace cada vez más pequeño o de que una sutil respiración resuena en una habitación en la que solo estamos nosotros. ¿Qué está pasando? ¿Por qué el dedo corazón de su mano izquierda está moviéndose? Poco a poco recupera movilidad en la mano y yo no puedo hacer más que observar aterrorizada la escena. Mis ojos se dirigen al río de sangre seca que nacía en su boca. Sus dientes rojos esbozan una sonrisa capaz de crear un escalofrío en cualquiera.

Entonces lo siento. Un fuerte y profundo dolor se expande por cada rincón. Las piernas dejan de responderme y siento que pierdo el control de mi cuerpo. Confundida, decido mirar mi reflejo en el espejo.

No puede ser. Esto no puede estar pasando. 

—Quedar en tablas no es ganar, niña. Jaque mate. 

Ocho manchas rojas se reparten por mi cuerpo, en los sitios exactos donde pensaba que había disparado a LorenzoUn gran charco de sangre se forma bajo mis pies. Me desvanezco sin poder evitarlo. 

Alterada, nerviosa, asustada. Así me encuentro cuando logro salir de la pesadilla. Me compruebo, frenética, en busca de cualquier atisbo que indique que el sueño era real. Mi ritmo cardíaco está por las nubes, el sudor baña mi cuerpo y la confusión me deja fuera de juego durante unos segundos. Observo mi alrededor en busca de algo familiar sin éxito. No estoy en mi celda. Es mi piel erizada, que reacciona a su mirada, lo que me da la pista que faltaba, estoy con él. Hache. Alex. Cómo he podido olvidar que casi me deja sin sesos por entrar en su habitación. 

Sigo sentada en la cama, dándole la espalda, cuando me acerca el vaso de agua que había sobre la mesa. Sin mediar palabra, acepto su ofrecimiento. Sé que está observándome desde la oscuridad, analizando cada movimiento que doy, cada palabra que digo o evito decir. Podría decirle que no necesito que se compadezca de mí. No lo hago. En su lugar, dejo que su mano acaricie mi espalda, que su presencia aleje a los demonios que rasgaban en la garganta y golpeaban todas las esquinas de mi mente consciente. Cierro los ojos mientras la calidez de su caricia a lo largo de mi columna vertebral tranquiliza mis latidos. 

No sé cuánto tiempo pasamos en silencio. Él tumbado con sus manos en mi cuerpo, trazando pequeños círculos en la zona de las lumbares, yo sentada, rezándole a Dios —o a quien quiera apiadarse de mí—  que terminara con la tortura. Ojalá poder desaparecer unos minutos, morir lo suficiente como para renacer. 

He matado a una persona, una persona que lo merecía, pero sigue siendo un asesinato. Soy una asesina. Prometí no convertirme en mi padre y es lo que estoy haciendo. Mis manos están manchadas de sangre. Puede que no sea lo mismo, no lo es. O eso es lo que llevo repitiéndome todo el día para no clavar las rodillas en el suelo y llorar desconsolada. Puede que esa pequeña mentira sea lo único que me mantiene en pie, esa ligera e indefinida línea que me separa de él. Sus manos están limpias, él nunca empuñó un arma para terminar con sus enemigos ni con los inocentes que le pagaban por encarcelar o desaparecer del mapa. Las mías aún huelen a muerte. 

—El primero es el más difícil —susurra con una voz grave que raspa en mis oídos. He debido despertarlo. 

Está tumbado mirando hacia el techo. Aunque las persianas están bajadas, algunos rayos tímidos del sol logran colarse en la habitación, iluminando lo suficiente como para distinguir su perfil. No busco sus ojos, él tampoco hace por encontrar los míos. Casi pareciera que está hablando consigo mismo, pensando en alto. O puede, que en su intento de aliviar mi carga esté aumentando la suya. 




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