ALEX
FLASHBACK - 4 Meses atrás.
Me cruje el cuello cuando intento distender la tensión que se ha ido acumulando en los músculos con el paso de las horas. Me duele el culo, la cabeza, me duele la puta existencia. Es gracioso que mi vida se haya visto reducida a observar cómo vive ella. Ella, no otra que la jodida hija del asesino de mi padre. Lo que el puto Diablo no sabe es que cuando apretó ese gatillo se estaba dibujando una diana entre las cejas. A él, su mujer y a la hija que tenían en común. Lástima que se me hubieran adelantado. Ahora solo me quedaba ella: Andrea Avellaneda.
La vibración del móvil no había dejado de taladrarme los oídos. Puto Dan y su mierda de paciencia.
—¿Alguna novedad? —Fue el saludo que habíamos compartido tantas veces en las últimas horas que tenía ganas de lanzar el aparato por la ventana y dejarlo hablando solo.
—Que me llames cada cinco putos minutos no va a cambiar nada, cuando llegue hablamos. Deja de pensar con la polla, joder. Usa las neurona que para algo las tienes, si es que no las has quemado ya con la mierda que te metes.
—Que te follen, capullo —Cuelgo sin escuchar una sola palabra más.
Estoy hasta los cojones de escucharlo lloriquear sobre lo insoportable que es seguir a la niña pija de pelo rojo. Pero es lo que hay, joder. Ni que a mí me hiciera especial ilusión pasarme horas viendo lo que hace con su vida. Él analiza lo que estamos haciendo, yo miro más a largo plazo. Por eso, por mucho que me cueste admitirlo, hacemos buen equipo. Él se centra en el medio, yo en el fin. Y Andrea es literalmente eso: un medio para un fin.
La pelirroja baja de su deportivo cargada con un maletín de portátil, un bolso de mano más grande de lo necesario y una bolsa de tela blanca de la que sobresalen cajas de cereales y un par de apios. A qué persona normal le gustan los apios, es que es surrealista. Niego mientras la observo adentrarse en el pequeño adosado en el que vive, justo en la misma urbanización que los Hermanos Saavedra. Un par de lo más extraño que está tan cerca de ella que hemos tenido que descartar que sean empleados de su padre. No lo son, simplemente parecen tener una estrecha relación, pero hay algo en ellos que no me cuadra. Por eso, Lorenzo ha estado siguiéndolos durante un par de meses y yo... Bueno, digamos que me ha tocado la mejor parte. Melissa, la menor de los hermanos, es un caramelo en la puerta de un colegio y yo he tenido la oportunidad de alzar la mano para cogerlo. Lo he saboreado, joder que si lo he hecho y sabe como los santos ángeles. Y está más que dispuesta a dejarme entrar —muy profundo— en su vida, justo como sabíamos que haría.
El portazo despreocupado que da Andrea me trae de vuelta, justo en el momento en que se me estaba empezando a poner dura. El día de hoy ha sido de lo más común. Se ha levantado a las seis para ir a correr antes de ir a trabajar. Ha salido a las ocho de casa, ha terminado la jornada laboral a las dos y media de la tarde y ha quedado para tomarse algo con la rubia que ayer estaba arrodillada frente a mí tragándose hasta la última gota de todo lo que quise darle. A las seis de la tarde ha parado para hacer la compra de camino a su casa y finalmente, a llegado a las siete y media. Lo dicho, nada fuera de lo normal excepto por la sonrisa que lucía en su rostro. No es la alegría radiante que adorna su delicada boca. Es algo más oscuro. Es como si la malicia y la venganza se escondieran tras la pintura rosada de sus labios.
Tras dos meses de vigilancia he conseguido acostumbrarme a ella. Sé cuándo tiene un mal día, lo gritan sus ojos perdidos en el cielo y los colores oscuros que viste. Sé cuándo está nerviosa porque no deja de deshacer las arrugas inexistentes de su ropa. Sé cuándo está contenta y cuándo su sonrisa es solo una fachada. Lo sé todo de ella. Puedo leer su lenguaje corporal mejor que cualquier experto del FBI. Por eso, sé que hay algo diferente en ella. Es el primer viernes que me toca seguirla. Normalmente, es el único día que me cojo libre a la semana para repasar con el gilipollas de mi tío los avances y hacer los cambios oportunos en el plan. Según Daniel, los viernes llega un poco antes del trabajo y no sale de casa en toda la noche, pero hay algo que no me cuadra en todo esto. ¿Para qué llegar antes si no va a hacer nada?
A menos que sí haga algo que no estemos viendo. Algo que Dan no haya visto, que los prismáticos, o el zoom de la cámara no haya captado. Los planos de la casa vienen a mi mente, las dos plantas, la distribución de las habitaciones, las ventanas, las posibles salidas, todo está grabado a fuego.
«La salida del jardín trasero», me recuerda mi voz interior.
Como esté en lo cierto, vamos a tener problemas.
Haciendo caso a mi instinto, decido dar la vuelta y posicionarme en la otra calle residencial en la que desembocan las puertas traseras de toda la manzana. Es una vía de doble sentido con coches aparcados a ambos lados. Hay varias barbacoas en funcionamiento por las columnas de humo que salen de algunos jardines, un par de niños jugando en la acera a unos metros de distancia y un anciano sentado en el banco del final de la calle dando de comer a las palomas. Nada parece extraño, es más, es demasiado normal. Como en esas películas de la tarde en la que te pintan la normalidad como la vida diaria de los ricos, porque para mí esto no es normal. No tenía un jardín donde hacer barbacoas ni vivía en un barrio lo suficientemente seguro como para estar en la calle a estas horas. Nuestros bancos no estaban ocupados por viejos dando de comer a pájaros, era más de drogadictos fumando y camellos traficando con niños de apenas quince años. La ira bulle en mi garganta. Ser testigo de cómo vive el diez porciento de la población a veces era jodido. Porque te planteabas por qué ellos sí y tú no. Al menos, eso es lo que pasaba antes. Ahora simplemente los odiaba y ya. Era más simple así.
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Editado: 29.10.2024