ANDREA
El blanco lo cubre todo. Una habitación o un infinito de ausencia de color, no lo sé. Siento que paso horas caminando sin rumbo ni forma de saber si lo hago en círculos. Ni siquiera comprendo cuál es el fin de seguir dando un paso tras otro si todo es igual. Tengo ganas de parar, acostarme en el suelo reluciente y mirar al infinito del color de la paz. Es raro. Paz es la última palabra que me viene a la mente con el olor a barniz antiguo que flota por el lugar. De repente, miles de puertas blancas se cierran a ambos lados de mi cuerpo con un golpe seco.
«Deja de dar vueltas, sabes dónde encontrarme».
Por supuesto que lo sé. Tres puertas rojas brillan al final del pasillo infinito, solo una de ellas está entreabierta. Invitándome a dar un paseo por mis peores recuerdos, por mis pesadillas más vívidas.
Camino durante lo que parecen días, hasta que mi piel se hiela con la manecilla de una de las puertas rojas que se torna negra con mi contacto. El sonido de los lobos aullando en la noche, la nieve fría siseando al contacto con mi piel, el humo que sale de mis orificios nasales con cada respiración. Todo me recuerda a su muerte, pero nada duele.
Sigo el camino de grandes lozas de piedra cubierto por una resbaladiza capa de hielo. Aún conociéndolo perfectamente, estoy dos veces a punto de caerme de boca. Siseo una maldición en voz baja antes de levantarme del suelo.
La encuentro en la pequeña cabaña de madera, junto a la chimenea encendida. Tiene un libro en las manos para asombro de nadie. Me escucha llegar antes de que abra la boca, puede sentir mi presencia igual que yo puedo escuchar su voz a miles de kilómetros.
—¿Crees que algún día te encontraré tomando el sol en la playa? ¿O sentada en un banco de la avenida marítima? No sé, como si es en el parterre de un parque infantil.
La comisura de sus labios se eleva lo suficiente como para que pueda verlo sin estar de frente a mí.
—A mí me gusta este lugar —Se encoje de hombros. Su voz suena tan tranquila como de costumbre. Algo más cansada, quizá. Puede que por la cantidad de veces que hemos tenido esta misma conversación.
Todo sigue igual: la manta de estampado de cebra, las figuras de madera que mamá tallaba cuando tenía tiempo y estaba inspirada, el olor a canela y cítricos paseando por la estancia. Todo era igual y nada lo era ya. Ella no estaba. Ahora era otra figura la que ocupaba su butaca preferida, quien ojeaba sus libros preferidos y bebía té ardiendo hasta quedarse sin papilas gustativas.
—Es el último lugar al que vendría.
Mi corazón se encoge, cerrándose sobre sí mismo. Pero la punzada de dolor nunca llega, en su lugar, es la morena la que se lleva la mano al pecho como si acabaran de arrancarle un trozo de su órgano vital.
—Y aún así, aquí estás —Estoy a punto de decirle que deje de hacer eso, que no se apodere de mi dolor cuando algo parece activarla como un resorte y añade:— Espera. ¿Qué estás haciendo aquí?
Sus ojos, tan oscuros como la noche que nos rodea, me miran muy abiertos. Me recorren el cuerpo hasta detenerse en las muñecas. No puedo evitar seguir su mirada alarmada. Varias marcas y moratones se están dibujando en mi piel, como si hubieran estado atadas durante mucho tiempo. Lo mismo sucede en los tobillos.
—Tienes que irte —ordena con premura.
—He venido a ver cómo estabas. —Giro las manos para ver la marca en todo el perímetro de la articulación—. N-no sé qué es esto.
—Drea, estoy bien. No te preocupes, ¿vale? —No sé cómo se ha movido tan rápido. Ambas manos en mis hombros agarrándome con una fuerza que siento hasta en el músculo más dormido—. Ahora, tienes que irte. ¡Ya!
Su grito hace eco junto con el sonido de la puerta negra cerrándose ante mis narices. Un viento muy fuerte me empuja hacia atrás, alejándome tanto que el pasillo blanco se vuelve un punto en la lejanía oscura en la que estoy flotando. El negro me rodea y su voz susurra una orden en mi oído.
«Abre los ojos».
Tengo la piel pegajosa por la capa de humedad que la cubre. Casi puedo ver la luz punzando detrás de la tela que cubre mis párpados. No estoy en mi cama sino sentada sobre una superficie dura. Siento las astillas intentando abrir heridas en mis brazos, pantorrillas y espalda. El olor a moho es casi tan nauseabundo como el sabor amargo del trapo inmundo que tengo en la boca. Cuando más hago por intentar escupirlo, peor sabor se me queda. La cuerda maltrata mis muñecas y tobillos. Un recuerdo se quiere abrir paso por mi mente nublaba, no lo consigue.
Todo lo que escucho son unos pasos pesados sobre una madera que cruje, una respiración rítmica y pausada más alejada y el batir de las alas de algún mosquito que baila aquí y allá. Unas manos delicadas y grandes me apartan la tela de los ojos, logrando deslumbrarme con el foco que apunta directamente en mi dirección. Me cuesta más de lo esperado recuperar algo de vista para vislumbrar un par de siluetas en la oscuridad.
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Editado: 29.10.2024