Faltan dos días para el viaje. El domingo a las seis de la mañana estaremos saliendo del aeropuerto de Malava para dos horas de viaje sobre el mar que culminará en nuestra llegada a Liauna. Por suerte, no irán niños, así que los hijos de Karina y Penélope no serán un problema para mi paz en el avión. También hay un par de personas que no podrán ir porque ya tienen compromisos imposibles de evitar para esas fechas, cosa que es triste para ellos e indiferente para mí, no es como que me afecte que no vaya mi primo Alex, o Annabelle, o ese amigo de Eddy cuyo nombre no recuerdo.
Ahora estoy en mi habitación, con dos maletas grandes abiertas sobre mi cama, dispuestas para que meta lo que necesitaré estos nueve días, si sumamos los otros dos que pertenecen al casamiento y al día donde nos devolveremos a Malava para seguir con nuestras vidas comunes, con alguien menos en casa.
Pensar en eso me desanima un poco: pronto, Jessica se irá y esta casa será más callada.
Justo hoy estarán finiquitando el proceso de compra de su nuevo apartamento en el centro de la ciudad, uno mediano, bonito y con vista al parque central, lugar donde fue su primera cita. Se supone que Eddy debería estar por llegar para buscar a mi hermana, si es que no la buscó ya, no es como que pueda escuchar mucho de lo que sucede abajo cuando tengo música en mi equipo de sonido y estoy rodeada de paredes gruesas.
En mi maleta llevo de todo, no pretendo vestirme como una chica playera toda la semana. Necesito lucir mi closet para satisfacer ese lado mío que ama la ropa. Aparte de eso, me aseguro de tener mi vestido de dama de honor y sus respectivos tacones bien empaquetados, porque si olvido eso Jessica me arrancará el poco pelo que me queda.
Me entretiene mucho hacer maletas. Primero hago una lista de lo que necesito, luego lo ordeno todo en la cama conforme a cómo lo guardaré, y entonces lo enrollo todo para que quepa mejor sin arrugarse. Así todo entra a la perfección. Sé que llevo de más, pero lo mío es ser precavida: dos atuendos por día, tres extras por si ocurre un accidente, cuatro pijamas, toda la ropa interior que tengo, y varios pares de zapatos. Ahora voy por la mitad, pero para el anochecer ya habré acabado y podré vivir en paz hasta que nos toque irnos.
—¿Preparándote ya para viajar? Qué ordenada —escucho una distinguible voz sobre la música que estoy escuchando.
No sé qué me sorprende más: que no me haya asustado, o el mero hecho de que esté aquí. ¿Qué diablos hace Jarek en mi puerta? ¿Por qué entró sin tocar? Y ¿Por qué parece que está a punto de vomitar?
Tiene los ojos algo caídos, la mano en la frente y está un poco encorvado, como si la existencia le pesara.
Antes de hablar apago la música, no soporto alzar la voz para que me escuchen.
—Te tengo un desafío: responde las preguntas que crees que te estoy por hacer —le digo.
Jarek entra como perro por su casa y se echa en el sillón de la esquina diagonal a mí. Al menos tiene la decencia de quitarse los zapatos.
—Ok, a ver... —suelta al fin—. Estaba con Eddy en el auto y me dijo que buscaría a Jessica para su cosa del apartamento y siendo sincero no tenía ganas de acompañarlos, así que me dejó aquí mientras tanto —acierta—. Y... luzco medio muerto porque soy malditamente propenso a marearme en los autos, y para llegar hasta acá anduvimos dando vueltas por una hora —acierta de nuevo.
—Se te olvido contestar el por qué rayos entras a mi cuarto como si fuera tuyo —cruzo los brazos.
—Jessica me dijo que te pidiera ayuda para aliviar mi mareo —se excusa.
—¿Te dijo que invadieras mi espacio? —insisto.
—Me dijo que te buscara.
Bufando salgo de la habitación para bajar las escaleras y cruzar a la cocina. Saco un refresco de limón —MÍ refresco de limón, que pretendía tomarme en la cena—, y vuelvo a subir. Al entrar en mi habitación otra vez, lo encuentro sentado en el sofá, con una mano en la cabeza y la otra mirando el celular que acaba de sonar.
Con la misma confianza con la que él entro, yo le arrebato el móvil y pongo de reemplazo la lata de refresco en su mano. El chico no se queja, sabe bien que lo que menos debería hacer cuando está mareado es eso. Voy a mi cama y, entre todo lo regado, encuentro la almohada de viaje, la cual el lanzo para que se ponga en el cuello. Seguido a eso, enciendo el aire acondicionado, que tenía apagado porque no hace tanto calor.
—Mantente con la cabeza fija por un rato, tomate la gaseosa y, si gustas, cierra los ojos —indico, antes de dejar su teléfono en mi mesa de noche y continuar con la maleta.
—No cerraré los ojos ni loco. Me duermo fácilmente y quién sabe qué harás cuando lo haga —escucho que abre la lata.
—Te aseguro que lo que menos me interesa en esta vida es dibujarte un bigote con plumón —la primera maleta ya se está llenando.
—Tengo más miedo de que abuses de mí o algo. Una vez mis amigos me invitaron a una fiesta y tomé una cerveza, que más que emborracharme me hizo tener sueño. Cuando desperté en el mismo sillón, una chica desconocida estaba besándome —me cuenta, como si me interesara—. Tenía tu mismo corte, así que, básicamente, estás reviviendo mis traumar. Gracias, Marlene.
—Gracias a ti por eso historia que nadie te pidió —volteo a verlo—, y no me llames Marlene. Camille, repite conmigo, C... A... M... I... L... L... E —deletreo.
—A todas estas, ¿por qué no te gusta que te digan Marlene? —pregunta. Tiene la cabeza fija algo inclinada hacia arriba, así que baja un poco los ojos para verme. Todavía luce golpeado por el mareo. Al ver que no le respondo, insiste—. Vamos, yo te conté mi historia de la desconocida besucona, te toca.
Pongo los ojos en blanco y vuelvo mi cuerpo hacia la cama, donde todavía hay maletas que llenar. ¿Qué le importa el por qué no me gusta mi primer nombre? Es fácil llamarme Camille, o Cami, si le da demasiada flojera agregar una silaba más.