La dulce, tierna y despistada secretaria del Ceo

EL TROPIEZO DEL DESTINO

Helena caminaba apresurada, casi corriendo, mientras sus tacones resonaban contra las aceras húmedas de la ciudad. Una ligera llovizna había empapado el pavimento, lo que hacía que cada paso fuera un pequeño desafío para mantener el equilibrio. En su mano cargaba una carpeta de papeles que se empeñaban en caerse cada vez que intentaba sujetar con la otra mano el paraguas plegable que ya ni siquiera servía de mucho.

—¡Ay ! por favor, que no llegue tarde —se decía así misma entre suspiros , mientras trataba de esquivar peatones, charcos y vendedores callejeros.

Su respiración se aceleraba tanto como sus pensamientos. No era una simple entrevista. No. Esta era, literalmente, su única oportunidad de cambiar la racha de mala suerte que había cargado los últimos meses. Su viejo auto, aquel que había heredado de su abuelo, estaba en el taller acumulando polvo y cuentas por pagar. El mecánico le había dicho que si no pagaba esa semana, lo sacaría de allí y lo dejaría a la intemperie. Y para Helena, aquel carro tenía un valor sentimental que ni todo el dinero del mundo podría reemplazar.

—Si me contratan, podré salvarlo. Si no… pues, ni modo, me tocará vender hasta las plantas de la casa —susurró, con una media sonrisa nerviosa, pensando en sus macetas como si fueran bienes preciados.

El aire fresco golpeaba sus mejillas sonrojadas por la prisa. Helena no era exactamente la mujer más organizada del mundo. Su familia siempre la había visto como un torbellino de dulzura y despistes. Podía quemar el arroz mientras escribía un poema, podía olvidarse de cerrar la puerta de la nevera pero jamás se le escapaba darle agua a las flores del balcón. Y allí iba, con su corazón acelerado y una esperanza enorme latiendo en su pecho.

Al levantar la mirada, finalmente lo vio.

—Aquí debe ser —susurró para sí misma, con una hermosa sonrisa que iluminó su rostro al detenerse frente al imponente edificio de cristal y acero: Arquitectos Anderson.

La fachada reflejaba el cielo grisáceo, dándole al lugar un aire majestuoso y frío al mismo tiempo. Helena tragó saliva. Sabía, por las horas de investigación que había hecho en internet, que esta era una de las compañías más importantes y multimillonarias del país. Sus proyectos se erguían en las ciudades más grandes, y su nombre era sinónimo de prestigio.

Con pasos algo temblorosos, caminó hacia la entrada. El corazón le palpitaba en los oídos y sus pensamientos se enredaban unos con otros: ¿sería demasiado evidente la arruga en su blusa? ¿Y si le preguntaban sobre arquitectura moderna y se confundía con la clásica? ¿Y si, por los nervios, terminaba saludando con un beso al jefe en lugar de dar la mano?

—Ay, Helena, concéntrate, concéntrate —se dijo, golpeándose suavemente la frente con la palma de la mano mientras avanzaba.

Tan metida estaba en sus pensamientos, que no notó lo que estaba a punto de suceder.

De pronto, al enfocar la mirada en las puertas de cristal, chocó con el hombro de alguien que iba saliendo del edificio hablando por teléfono. Fue un golpe seco y tan fuerte que la pobre Helena perdió el equilibrio y terminó en el suelo, de rabo, con las piernas desparramadas y la carpeta que llevaba en las manos volando por los aires como confeti de mala suerte.

—¡Mire por dónde camina! —gruñó la voz grave y molesta del hombre.

Helena se quedó inmóvil, con los ojos abiertos como platos y las mejillas encendidas de vergüenza. Levantó lentamente la mirada y allí estaba él , un hombre de porte elegante, alto, de hombros anchos, con un traje perfectamente ajustado que parecía hecho a medida. Sujetaba el teléfono con una mano, y con la otra acomodaba el reloj en su muñeca. Su rostro, aunque serio, era tan atractivo que parecía sacado de una película.

Ella abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, pero lo único que salió fue un pequeño jadeo que sonó más a un pez fuera del agua que a una disculpa.

—Yo… lo… siento —balbuceó, tratando de recoger con torpeza los papeles que habían quedado esparcidos por el suelo.

El hombre, sin siquiera agacharse, giró apenas el rostro hacia ella, la miró con una mezcla de molestia e indiferencia y luego, como si nada, retomó su llamada mientras le daba la espalda.

—Sí, continúe con el informe. No toleraré más retrasos —dijo con voz firme al interlocutor, mientras se alejaba con paso decidido.

Helena lo observó, completamente aturdida. Tenía que levantarse, recomponerse y entrar a esa entrevista, pero en ese momento, todo lo que podía hacer era quedarse allí, con los papeles arrugados en sus manos y el corazón latiendo descontrolado.

—¿Qué clase de ogro moderno fue eso? —murmuró, inflando las mejillas, aunque un rubor travieso adornaba su rostro.

Intentó ponerse de pie, pero en su torpeza, uno de sus tacones resbaló en el suelo húmedo, y casi vuelve a caer de nuevo.

—¡Ay no! Helena, que ya bastante, que circo armaste aquí —se reprochó, mientras forcejeaba con la carpeta que ahora tenía una esquina rota.

Un guardia de seguridad, que había presenciado la escena, se acercó disimulando una sonrisa.

—¿Está bien, señorita? —preguntó amablemente, aunque sus ojos brillaban con la picardía de alguien que había visto una comedia gratis.

—Sí, sí, estoy bien. Es solo que… bueno, no esperaba que la gravedad fuera tan insistente hoy —respondió Helena con una risa nerviosa, intentando suavizar la vergüenza con un toque de humor.

El guardia soltó una carcajada breve y negó con la cabeza.

—Ese hombre siempre camina como si el mundo entero tuviera que apartarse de su camino.

Helena parpadeó sorprendida.

—¿Lo conoce?

—Claro. Ese era Juan Pablo Anderson el mismísimo jefe.

Helena sintió que el alma se le caía a los pies.

—¿Qué? ¿Él? —dijo, casi atragantarse con sus propias palabras—. ¡Pero si yo tengo… si yo…! —empezó a balbucear, apretando contra su pecho los papeles arrugados.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.