Helena entró a la recepción y quedó sorprendida por la elegancia del lugar, pisos de mármol brillante, lámparas colgantes de cristal y un aroma fresco que la envolvía como si entrara a un mundo distinto. Caminó hacia la recepción, intentando mantener la compostura.
—Buenos días, señorita —saludó con una sonrisa amable—. Tengo una entrevista.
La recepcionista, una mujer de rostro serio y mirada cansada, levantó los ojos del computador con desgano.
—Ah, sí… —respondió sin entusiasmo, apenas echando un vistazo a la carpeta que Helena mostraba—. Debes subir al último piso. El ascensor está por allá.
La mujer señaló con un dedo, sin mucho interés.
—Gracias —contestó Helena, con una cortesía que contrastaba con la frialdad de la recepcionista.
Se encaminó hacia el ascensor. La caja metálica la recibió con un sonido mecánico al cerrarse sus puertas. Dentro, Helena se miró en el reflejo de las paredes de acero. El cabello castaño, cuidadosamente recogido, dejaba escapar algunos mechones rebeldes que parecían reírse de su intento de lucir perfecta.
—Debo obtener este trabajo… —pensó con fuerza—. Las cuentas no se pagan solas.
Apretó contra su pecho la carpeta y cerró los ojos. Recordó el rostro de su abuelo, sonriéndole con ternura, diciéndole que todo estaría bien. Ese recuerdo le dio fuerzas.
El sonido metálico del ascensor la sacó de sus pensamientos. Las puertas se abrieron y, de pronto, estaba de vuelta en la realidad. Frente a ella se extendía un pasillo amplio, con alfombra gris y paredes adornadas con cuadros minimalistas. Caminó con paso firme, aunque en su interior los nervios la estaban devorando.
Se detuvo ante una puerta y golpeó suavemente.
—Buenos días, señorita. He venido por la entrevista —dijo, extendiendo la carpeta hacia la mujer que estaba detrás de un mostrador secundario.
La asistente, una joven de cabello perfectamente alisado y uñas largas pintadas de rojo intenso, levantó la vista.
—Ah, llegas a tiempo. Pasa a esa oficina —indicó señalando con la cabeza una puerta de madera al final del pasillo.
—Muchas gracias —dijo Helena, conteniendo la emoción.
Abrió la puerta y entró. Lo que vio le robó el aliento, la oficina era enorme, mucho más elegante que la recepción. Estanterías repletas de libros de arquitectura, muebles de cuero negro y un ventanal que dejaba entrar la luz del sol, iluminando un escritorio de madera oscura. Era como entrar a otra dimensión, a un mundo sofisticado y poderoso.
Detrás del escritorio se encontraba una mujer de cabello rubio platinado, perfectamente peinada, con un traje sastre impecable. Sus ojos verdes miraron a Helena con interés.
—¿En qué la puedo ayudar? —preguntó con voz firme.
—Vengo para la entrevista —contestó Helena con una sonrisa cálida.
La mujer arqueó una ceja y se presentó con una ligera inclinación de cabeza.
—Soy Angie, la hermana del jefe. Pero… el señor Anderson no está en este momento.
—¿Cómo que no está? —preguntó Helena en un hilo de voz. La decepción se apoderó de ella. Sentía que el piso se desmoronaba bajo sus pies.
Angie, sin embargo, la miró con una sonrisa traviesa.
—Pero tranquila, yo puedo hacerte la entrevista sin problemas.
—¿De verdad? —los ojos de Helena brillaron con esperanza—. Eso sería genial.
Se sentó frente al escritorio y pasó la carpeta. Angie la tomó, hojeando el currículum con rapidez.
—Bueno, cuéntame, Helena, ¿qué experiencia tienes en el área administrativa?
Helena respiró hondo y comenzó a responder. Las preguntas caían una tras otra, y aunque los nervios la perseguían, sentía que estaba dando lo mejor de sí. Recordó los años en la universidad, las prácticas que había hecho y los trabajos temporales que le habían permitido aprender. Angie la escuchaba con atención, de vez en cuando esbozando una sonrisa que parecía esconder algo más que interés laboral.
Tras un largo rato de preguntas y respuestas, Helena sintió que la tensión empezaba a disiparse.
—Debo decirte que me has sorprendido, Helena —comentó Angie cerrando la carpeta—. Has respondido con seguridad y eso me gusta.
—Muchas gracias —contestó Helena, con una sonrisa que reflejaba alivio.
Angie cruzó las manos sobre el escritorio y la miró fijamente.
—La vacante disponible es la de secretaria de presidencia. Es un puesto de mucha responsabilidad, pero me pareces la candidata perfecta.
Helena se quedó muda por un instante. El corazón le dio un vuelco.
—¿De verdad?
—Sí. Puedes empezar mañana mismo.
La emoción recorrió el cuerpo de Helena como una corriente eléctrica. No pudo evitar que una sonrisa enorme se dibujara en sus labios.
—¡Muchas gracias! No sabe lo feliz que me hace esta oportunidad.
—Bueno, no cantes victoria aún —bromeó Angie con una risa suave—. El jefe es muy exigente. Pero confío en que sabrás manejarlo.
Helena asintió con entusiasmo. Se levantó y extendió la mano para despedirse.
—Prometo dar lo mejor de mí.
—Lo veremos —respondió Angie, estrechando su mano con firmeza.
Helena dio media vuelta para dirigirse a la puerta, todavía con el corazón latiendo con fuerza. En su mente pensaba en su abuelo, en cómo le contaría la buena noticia, en lo orgulloso que estaría de ella.
Sin embargo, justo cuando puso un pie sobre el tapete de la oficina, ocurrió lo inesperado.
Su tacón quedó atrapado en la alfombra. Helena intentó dar otro paso, pero el pie se le dobló. Con un movimiento torpe, trató de recuperar el equilibrio y terminó haciendo una especie de pirueta digna de un espectáculo de circo.
—¡Ay! —exclamó mientras sus brazos se agitaban en el aire como un remolino.
Angie abrió los ojos sorprendida y se llevó una mano a la boca para contener la risa.
Helena, en un intento desesperado por no caer de bruces, soltó la carpeta que llevaba bajo el brazo. Los papeles volaron por el aire como confeti en una fiesta. Finalmente, logró recuperar el equilibrio, pero su dignidad había quedado en el suelo junto con los documentos.