Helena todavía sentía las mejillas encendidas mientras recogía los últimos papeles esparcidos por el suelo. Angie, intentaba disimular la risa detrás de una mano, aunque sus hombros temblaban de la diversión.
Helena, con la carpeta finalmente en orden, se irguió con dignidad tambaleante.
—Bueno… creo que ahora sí puedo retirarme —dijo con una sonrisa nerviosa, dispuesta a salir lo más rápido posible antes de seguir acumulando vergüenzas.
Se giró hacia la puerta y, como si el universo conspirara contra ella, volvió a enganchar su zapato en el borde del tapete.
—¡Ay no! —exclamó, extendiendo los brazos como si intentara volar.
Logró mantener el equilibrio de milagro, aunque por poco termina estampada contra la pared. Angie no pudo contenerse más y soltó una carcajada abierta.
Fue justo en ese instante cuando el ascensor se abrió con un sonido metálico. El eco del lugar pareció amplificar el momento y de allí emergió un hombre de porte imponente. Su traje oscuro, perfectamente ajustado, y su corbata azul marino contrastaban con su expresión seria, casi intimidante. Su cabello negro, peinado hacia atrás, y sus ojos profundos daban la impresión de alguien que siempre obtenía lo que quería.
Era Juan Pablo Anderson, el jefe.
El tiempo pareció detenerse. Helena, todavía tambaleando, lo miró con los ojos como platos. Angie se enderezó de inmediato, su risa ahogada de golpe al ver a su hermano allí.
—Juan Pablo Anderson… —murmuró Angie con tono nervioso—, no lo esperábamos tan pronto.
Él recorrió la escena con una mirada calculadora, la alfombra desordenada, los papeles que aún no estaban bien acomodados en la carpeta, Angie intentando parecer profesional, y Helena, en medio de todo, con un pie atrapado en el tapete como si fuera parte del mobiliario.
—¿Y esto qué significa? —preguntó con voz grave, llenando el pasillo de autoridad.
Helena sintió cómo la garganta se le secaba. Tragó saliva y, con el rubor ardiendo en su rostro, intentó hablar.
—Yo… esto… —balbuceó, mientras intentaba liberar su zapato con disimulo—, no es lo que parece.
Juan Pablo arqueó una ceja, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Entonces, ¿qué parece? Porque, desde aquí, parece un espectáculo de circo en plena oficina.
Angie soltó un pequeño resoplido que intentó disfrazar de tos. Helena, sintiéndose cada vez más ridícula, se inclinó hacia abajo para zafar su tacón del tapete.
—Es culpa del tapete —se apresuró a decir, alzando la cabeza y casi golpeándose contra la rodilla de Juan Pablo, que ya estaba demasiado cerca—. Tiene algo contra mí, estoy segura.
Por un segundo, el silencio se apoderó del pasillo. Juan Pablo la observaba como si intentara descifrar qué clase de mujer estaba frente a él. No era común que alguien en su empresa hablara así, con esa mezcla de inocencia y descaro.
Finalmente, Helena logró liberar su zapato y dio un paso atrás, acomodándose el cabello que ahora estaba completamente rebelde.
—Buenos días, señor Juan Pablo —dijo con una sonrisa forzada, intentando sonar serena—. Soy Helena… vengo por la entrevista.
Él entrecerró los ojos.
—¿La entrevista? ¿Y quién autorizó que la hicieras con Angie?
Helena abrió la boca, pero Angie intervino antes de que pudiera meter la pata.
—Yo, Juan Pablo. Usted se retrasó y pensé que no sería problema adelantarle algunas preguntas básicas.
Él clavó en ella una mirada gélida, pero luego volvió su atención a Helena.
—Muy bien… Helena, ¿verdad? —dijo, pronunciando su nombre con calma, como saboreándolo.
—Sí, señor —respondió ella, sintiéndose pequeña bajo esa mirada.
—Dime algo —continuó él, inclinándose apenas hacia adelante—. ¿Siempre entras a una oficina haciendo malabares o hoy es un día especial?
Helena sintió que quería que la tierra se la tragara. Pero en lugar de hundirse en la vergüenza, hizo lo único que sabía , sonreír con dulzura.
—Hoy fue un día especial… creo que el tapete quería darme la bienvenida.
Juan Pablo Anderson frunció los labios, como si contuviera una sonrisa. Angie, en cambio, parecía estar disfrutando en silencio de cada segundo.
—Bien —dijo Juan Pablo finalmente—. Ya que comenzaste con tanta energía, veremos si puedes sostenerla en la oficina de presidencia.
El corazón de Helena dio un salto.
—¿Eso significa que…?
—Significa que mañana a las ocho en punto estarás aquí. —Juan Pablo se dio media vuelta, caminando hacia su oficina—. Y procura no pelearte con las alfombras.
Helena lo observó marcharse con paso firme, como si el suelo mismo le perteneciera. Sentía que apenas podía respirar. Angie la miraba con una sonrisa divertida.
—Creo que le caíste bien —dijo en voz baja.
—¿Bien? —exclamó Helena, todavía roja como un tomate—. Si casi me muero de la vergüenza.
—Pues mira que no todos sobreviven a esa primera mirada —contestó Angie—. Tú lo hiciste… y con estilo.
Helena suspiró, abrazando la carpeta contra su pecho.
—No sé si fue estilo o torpeza, pero… —se interrumpió con una risa nerviosa—, supongo que ya hice mi entrada triunfal.
Angie asintió con un gesto divertido.
—Y créeme, Helena, eso es solo el comienzo.
Helena salió del pasillo intentando recuperar la compostura. Pero, como si el destino quisiera burlarse una vez más, justo al llegar al vestíbulo principal tropezó nuevamente está vez con el borde del tapete Serca del ascensor. Esta vez, cayó de rodillas con un sonoro golpe frente al ascensor, que acababa de abrirse otra vez.
Juan Pablo salió de nuevo de la oficina, como si nada, porque olvidó su portafolio en su auto.
La escena fue tan absurda que, por primera vez, él dejó escapar una risa discreta.
—Definitivamente, señorita Helena —dijo mientras ella intentaba levantarse con dignidad—, usted y los tapetes van a darme más dolores de cabeza que todos mis arquitectos juntos.