Helena había pasado toda la mañana archivando documentos, acomodando carpetas y respondiendo solicitudes de sus compañeros de oficina. Aunque la sonrisa nunca se borraba de su rostro, en su interior empezaba a sonar un concierto particular, el rugido de su estómago.
Se acarició el abdomen con ambas manos, como si con ese gesto pudiera calmarlo.
—Ya tenemos hambre —susurró con dulzura, como si hablara consigo misma, pero en el fondo era ese hueco vacío que pedía atención.
Alzó la vista con cuidado hacia el reloj de pared colgado justo detrás de ella. Movió los ojos con disimulo, como si no quisiera ser descubierta por nadie en esa oficina siempre tan seria. Ya era la 1:10 p.m.
—¡Perfecto! —murmuró con un brillo pícaro en sus ojos.
Se agachó hasta alcanzar su bolso, ese bolso que parecía contener todo lo que una mujer podía necesitar en caso de una urgencia , o una tormenta o podía también ser en un apocalipsis. Revolvió entre papeles, un lapiz, un cuaderno, y por fin dio con lo que buscaba, su inseparable coca de plástico. La sacó triunfante, como si acabara de encontrar un tesoro escondido.
La destapó con cuidado, y el aroma de arroz recién hecho con huevo frito se escapó llenando sus pulmones. Era sencillo, sí, pero para Helena era el manjar más delicioso del universo. Le gustaba porque le recordaba a su madre, a las noches de charla en la cocina, a los días en que no importaba si había poco, porque siempre había amor.
—Ahora sí —susurró emocionada mientras cogía la cuchara.
Se agachó un poco, como quien guarda un secreto, intentando no llamar la atención de nadie. No quería que sus compañeros comentaran otra vez que comía en una coca reciclada, de esas que alguna vez había guardado jabón para lavar la loza. Para ella era práctica y resistente; para ellos era un motivo de burla.
Llevó la primera cucharada hacia su boca, con una sonrisa infantil de felicidad. Pero entonces, de la nada, un aliento cálido le rozó el oído y un susurro la congeló.
—Señorita Helena, ¿qué hace ahí agachada?
Era la voz grave, firme y autoritaria de Juan Pablo, su jefe.
Helena pegó un brinco tan fuerte que casi se cae de la silla. Su corazón empezó a latir como tambor en medio de una guerra. La coca se tambaleó en sus manos y, en un acto torpe, terminó volcándose. El arroz con huevo voló por los aires como si fueran fuegos artificiales improvisados y, con toda la mala suerte del mundo, aterrizó directamente en la impecable camisa blanca de Juan Pablo.
El silencio de la oficina se rompió con el grito del jefe.
—¡Mire lo que hizo, señorita Helena!
La pobre se quedó petrificada, los ojos como platos, las manos temblorosas. Sentía que la tierra debía abrirse y tragarla en ese instante.
—Yo… yo lo siento mucho, jefe —balbuceó con un hilo de voz mientras dejaba la coca sobre el escritorio.
Como impulsada por un reflejo irracional, dio un paso al frente y pasó sus manos sobre la camisa de Juan Pablo, intentando limpiar el desastre. Pero en lugar de arreglar algo, terminó esparciendo el arroz y el huevo, untándolo más en el algodón blanco.
Juan Pablo miraba incrédulo la escena.
—¡Por Dios, Helena! ¡Está empeorando las cosas!
Ella levantó la vista, con sus ojos brillosos y rojos por la vergüenza.
—De verdad que no quería… es que usted me asustó… y yo solo quería almorzar… —su voz se quebraba entre disculpas y nervios.
El jefe la observó. Parte de él quería gritar, porque era su camisa favorita, la que siempre usaba en reuniones importantes. Pero otra parte, que no entendía, empezaba a notar lo tierna y sincera que era esa mujer frente a él.
—¿Almorzar? —repitió con tono sarcástico mientras señalaba su pecho manchado—. ¿Así es como almuerza usted, señorita? ¿Usando a su jefe de mantel?
Helena tragó saliva.
—No… yo… yo de verdad no quería… ¡fue un accidente! —susurró agitando sus manos, como si aún pudiera deshacer lo ocurrido.
Un par de compañeros de oficina que habían visto todo contenían la risa detrás de sus pantallas. El ambiente solemne de la empresa se había transformado en una comedia involuntaria.
—Señorita Helena, esto no es un circo —dijo Juan Pablo con severidad.
Ella bajó la cabeza, con las mejillas rojas de la vergüenza.
—Lo sé, jefe… perdóneme, por favor. Yo puedo arreglarlo… yo… yo lavo la camisa, se la dejo como nueva.
Juan Pablo arqueó una ceja.
—¿Me está diciendo que debería quedarme medio desnudo aquí en la oficina mientras usted se lleva mi camisa a la lavandería?
Helena, con inocencia desbordante, lo miró seria y asintió.
—Pues… podría… ¿podría prestarle una chaqueta mientras tanto?
Hubo un murmullo de risas contenido alrededor.
Juan Pablo suspiró llevándose una mano a la frente.
—Señorita Helena… usted es…
—¿Un desastre? —preguntó ella bajito, con ternura.
Él la miró sorprendido. No había esperado esa respuesta.
—No… bueno, sí… un poco —terminó cediendo con un gesto resignado—. Pero también… no sé cómo explicarlo…
Helena lo interrumpió inclinando la cabeza como un cachorro confundido.
—¿Cómo qué, jefe?
Él resopló, evitando su mirada.
—Olvídelo. Lo que importa ahora es que necesito cambiarme.
Ella asintió con rapidez, como si acabara de recibir una misión militar.
—¡Yo lo acompaño, jefe!
Juan Pablo abrió los ojos como platos.
—¿Cómo que me acompaña?
—Sí, para ayudarle… a comprar una camisa nueva… o llevarle la suya a la tintorería… o lo que sea necesario. Yo tengo experiencia en quitar manchas difíciles. Mire, una vez derramé salsa de tomate sobre un vestido blanco y lo dejé como si nada.
Él la observó en silencio por unos segundos. Esa mujer tenía la increíble habilidad de convertir la catástrofe en un relato pintoresco.
—Está bien, venga conmigo —dijo al fin, con tono firme.
Helena recogió apresurada su coca, que aún tenía un poco de arroz intacto, y la guardó en su bolso. Mientras caminaban por el pasillo, él trataba de mantener la compostura, pero podía escuchar las risitas de sus empleados a sus espaldas.