La dulce, tierna y despistada secretaria del Ceo

EL ACCIDENTE DEL ARROZ CON HUEVO —PARTE 2

El ascensor abrió sus puertas y los dos salieron. Juan Pablo caminaba con paso firme, mientras ella trotaba detrás, abrazando su bolso como si se tratara de un escudo contra las miradas curiosas de los empleados que ya cuchicheaban en los pasillos.

—¿A dónde vamos? —preguntó ella con una mezcla de emoción y miedo.

—A una tienda exclusiva. Necesito una camisa nueva, no puedo asistir a mi reunión hecho un payaso.

Helena abrió los ojos.

—¿Exclusiva? ¿De esas que venden camisas que cuestan más que mi arriendo?

Juan Pablo la miró de reojo.

—Es ropa de calidad.

—Calidad, sí… pero yo con esa plata almuerzo un mes entero —respondió ella con total naturalidad.

Él no dijo nada, pero en el fondo algo de risa le provocaba su espontaneidad. Llegaron al estacionamiento y él abrió su auto de lujo, un sedán negro que brillaba como espejo. Helena se quedó mirándolo como si fuera una nave espacial.

—¿Y yo puedo subirme aquí? —preguntó con la boca abierta.

—¿Qué clase de pregunta es esa? Claro que puede, súbase.

Ella entró despacio, acariciando el asiento de cuero.

—Ay, huele a rico… como a nuevo. Nada que ver con mi carrito que huele a empanada con gasolina.

Juan Pablo soltó una risa corta, intentando disimularla con un carraspeo.

—Por favor, abróchese el cinturón.

—Sí, jefe —dijo obediente, aunque se enredó con la hebilla y tardó dos minutos en lograrlo.

El camino hasta la tienda fue un festival de ocurrencias. Helena no podía quedarse callada.

—¿Y si mejor me deja lavar la camisa? Mire que yo tengo un jabón milagroso, le saca hasta la mancha del alma.

—No, señorita Helena, necesito algo inmediato.

—Bueno, pero sepa que está rechazando la oportunidad de oro de probar mi receta secreta anti-manchas.

—Gracias, pero paso —dijo él con tono seco.

Ella suspiró dramáticamente, mirando por la ventana.

—Un día se arrepentirá de no haber confiado en mí.

Al llegar a la tienda exclusiva, Helena se sintió como Alicia entrando al País de las Maravillas. Todo brillaba, las luces resaltaban cada prenda, los maniquíes parecían modelos de revista congelados en el tiempo.

—Ay, Dios mío… si aquí rompo algo me toca vender un riñón para pagarlo —murmuró con terror.

Juan Pablo caminaba seguro, saludando al encargado, un hombre delgado con traje impecable.

—Señor Anderson, qué gusto tenerlo aquí. Pase por favor, tenemos nuevas colecciones.

Helena se escondía detrás de su jefe como una niña tímida en el primer día de escuela.

—¿Y usted? —preguntó el encargado al verla.

—Ella es… mi asistente —respondió Juan Pablo con voz firme.

Helena sonrió tímida.

—Asistente, secretaria, catadora de arroz con huevo… lo que necesite —dijo, extendiendo la mano al encargado.

Juan Pablo cerró los ojos un segundo.

—Helena…

—¿Qué? Solo estaba siendo cordial.

El encargado contuvo la risa y los llevó a una sección privada de probadores.

—Aquí encontrará lo que busca, señor Anderson.

Helena no podía con la emoción. Era como si hubiera entrado a un museo.

—Mire jefe, esta camisa tiene más botones que mi sueldo.

—Cállese y siéntese —ordenó él, señalando un sillón.

Ella obedeció, pero sus ojos seguían recorriendo todo como radar. Cuando él tomó la primera camisa y se dirigió al probador, ella se levantó como un resorte.

—Yo lo ayudo a escoger.

—No, usted se queda aquí —le respondió sin mirarla.

—Pero jefe, yo tengo buen ojo para la moda…

Él cerró la cortina sin dejarla terminar. Helena se quedó plantada afuera, con los brazos cruzados.

—Ay sí, como si yo me fuera a robarle la ropa —refunfuñó bajito.

Al minuto, la cortina se abrió un poco y Juan Pablo salió con una camisa nueva. Helena lo miró de arriba abajo, como evaluando una obra de arte.

—Mmm… está bien, pero lo hace ver como vendedor de seguros —opinó.

Él arqueó una ceja.

—¿Vendedor de seguros?

—Sí, jefe, como esos que insisten en que uno se va a morir mañana si no compra su póliza.

El encargado casi se atraganta conteniendo la risa. Juan Pablo resopló, regresando al probador.

Helena siguió opinando de cada prenda. Una lo hacía ver muy serio, otra demasiado juvenil, otra como si fuera el dueño de un circo.

Hasta que llegó el momento clave. Juan Pablo, desesperado de tantas críticas, salió del probador sin camisa, solo con el pantalón, para mostrarle varias opciones de colores a la vez.

Helena quedó en shock.

Sus ojos se clavaron en esos abdominales perfectamente marcados, brillando bajo la luz del probador. Su boca se abrió sola y, sin darse cuenta, dejó caer el bolso al suelo.

—Ay, Virgen santísima —susurró apenas audible.

Juan Pablo alzó una ceja.

—¿Y ahora qué le pasa?

Helena pestañeó varias veces, como si intentara despertar de un sueño.

—Nada… nada, jefe. Solo que… eh… se me cayó algo al ojo… sí, eso.

Pero en su cabeza era otro mundo. Lo imaginaba como modelo de revista, caminando en cámara lenta por una playa, con ella corriendo detrás ofreciéndole arroz con huevo en bandeja de plata.

—Concéntrese, Helena —se dijo mentalmente, dándose una palmada en la pierna.

Juan Pablo probó otra camisa.

—¿Y bien? —preguntó él, esperando un comentario sarcástico.

Ella tragó saliva.

—Está… está bien, jefe. Muy bien. Es decir, le queda perfecto, como si la hubieran cosido en su cuerpo.

Él frunció el ceño, sorprendido de no recibir una broma.

—¿De verdad?

—Sí… de verdad —repitió ella, sonrojada hasta las orejas.

El encargado sonrió divertido.

—Creo que a la señorita le gustó —comentó.

Helena se levantó de golpe.

—¡No! Digo… sí, o sea… me gusta la camisa… la tela… la costura… la… la… ¡ay Dios! —balbuceó, tapándose la cara.

Juan Pablo negó con la cabeza, pero en el fondo no podía evitar sentirse halagado.




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