La dulce, tierna y despistada secretaria del Ceo

EL CAFÉ DE LA DISCORDIA

Helena había regresado a la empresa después de almorzar una empanada con gaseosa en la esquina. Caminaba con paso ligero por el pasillo largo que llevaba hasta la oficina de su jefe. Iba con su bolsito colgado al hombro y una carpeta que había recogido de recepción. Al entrar en la oficina, lo primero que vio fue la montaña de papeles sobre el escritorio, una pila de carpetas que parecían gritar desesperadas por orden.

—Ay, Dios mío… —suspiró Helena, abriendo los ojos como platos—. Parece un castillo de papeles a punto de derrumbarse. Si yo no me apuro en organizar esto, mañana mismo me despiden y me quedo sin trabajo. Y yo con las cuentas que pagar… no, no, Helena, a organizar se dijo.

Se arremangó la blusa, se recogió el cabello en una coleta y se puso manos a la obra. Cada carpeta parecía más pesada que la anterior, y en medio del silencio de la oficina se escuchaba cómo resoplaba de cansancio.

—Esto es como ir al gimnasio pero sin entrenador —se dijo en voz baja—. Por lo menos debería quemar calorías. ¿Será que después de archivar todo esto ya no necesito dieta?

Con esa chispa de humor que siempre la acompañaba, siguió clasificando documentos, leyendo nombres, ordenando por fechas. De vez en cuando se tropezaba con un clip abierto y daba un pequeño brinco.

—¡Ay! —chilló en una ocasión—. Un enemigo metálico atacando mis deditos.

El reloj avanzó sin compasión. Pasaron dos horas, luego tres. Helena ya sentía que la espalda le pedía vacaciones y que sus rodillas querían renunciar a su cuerpo. Pero ella seguía, tenaz, mientras tarareaba una canción inventada por ella misma.

—Papeles, papeles, no me hagan enloquecer, que si llega el jefe y ve desorden, me manda a correr.

Finalmente, después de cuatro horas largas de trabajo, la oficina brillaba de orden. Cada carpeta estaba en su lugar, los papeles en sus bandejas, y el escritorio de Juan Pablo parecía una vitrina de revista. Helena suspiró satisfecha, aunque se sentía como una heroína sin capa.

Fue en ese momento que la puerta del ascensor se abrió. Juan Pablo salió, elegante, serio, con ese aire de jefe que parecía un rey entrando a su trono. Helena se enderezó en la silla y fingió estar aún revisando una carpeta. Él la observó de reojo, pero no dijo nada. Caminó hacia su oficina , y se dejó caer en ella con superioridad y, por primera vez en el día, una sonrisa leve se dibujó en su rostro.

Marcó la extensión de Helena desde su teléfono.

—Señor, dígame en qué le puedo colaborar —contestó ella con esa voz suave, tierna, pero al mismo tiempo con un tono sensual involuntario que provocó que a Juan Pablo se le revolviera algo en el pecho sin querer.

—Tráigame un café. Con leche de almendras y sin azúcar, señorita —respondió él con firmeza, colgando enseguida.

Helena asintió aunque él no pudiera verla.

—Con leche de almendras y sin azúcar —repitió como mantra, levantándose con decisión—. ¡Perfecto! Una misión sencilla, Helena, no la vayas a embarrar.

Se encaminó hasta la pequeña cocina de la empresa, pero al abrir la nevera, sus ojos se abrieron de par en par.

—¿Y la leche de almendras? ¿Dónde estás, lechecita de almendras? —murmuró revisando cada rincón—. Solo hay leche entera, deslactosada, y un yogur vencido. ¡Qué tragedia!

Se quedó inmóvil un segundo.

—Bueno, Helena, piensa. ¿Qué haces? ¿Le llevas el café sin leche? No, te despiden. ¿Le llevas con leche entera? Se enoja. ¿Le echas azúcar? No recuerdas si dijo sin. Ay, cerebrito, colabora.

Finalmente, decidió preparar el café con leche entera y, confundida, agarró el azucarero.

—Bueno, yo creo que sí llevaba azúcar… —susurró echando dos cucharaditas.

Pero lo que no sabía era que ese frasco contenía sal.

Colocó la taza en una bandeja y caminó hacia la oficina con paso cuidadoso, como si llevara un tesoro frágil. Empujó la puerta y allí estaba Juan Pablo, acompañado de un hombre alto, de cabello oscuro y mirada pícara. Apenas la vio, el desconocido sonrió de oreja a oreja.

—Gracias, hermosa —dijo el hombre levantándose y tomando la taza antes de que Helena pudiera reaccionar.

Helena arqueó las cejas y lo miró mal.

—Ese café es para mi jefe —dijo con firmeza, quitándole la taza con rapidez.

—Juan Pablo no se va a tomar ese café —respondió él con un aire juguetón, volviendo a agarrar la taza.

—Mi jefe sí se va a tomar ese café, porque él me lo pidió. Además, no tiene azúcar —le replicó Helena, fulminándolo con la mirada.

El hombre sonrió aún más.

—Hermosa, ese café no se lo va a tomar porque no es de la cafetería de la esquina —acotó Vladimir, y antes de que ella lo impidiera, destapó el recipiente del azúcar y agregó dos cucharadas más… de sal.

—¡Pero deje de molestar, señor! —exclamó Helena, arrebatándole la cuchara—. ¿Por qué no se toma usted ese café y va a prepararse otro en la cocina?

Juan Pablo, que observaba la escena con cara de pocos amigos, soltó un suspiro irritado.

—Deje de molestar, Vladimir. Tómese el café usted y deje a Helena tranquila.

Vladimir se encogió de hombros, divertido. Helena, con apuro, colocó la taza frente a su jefe y se dispuso a salir. No había dado un paso cuando escuchó un grito desgarrador.

—¡Qué haces, imbécil! —rugió Juan Pablo, mirando como Vladimir escupió el café en un pañuelo—. ¡Mire cómo me lo volvió, esto sabe a mar salada!

Vladimir soltó una carcajada.

—Lo siento, hermano, pero… es que el café me sabe salado.

Helena se volteó de inmediato, con la cara roja de vergüenza. Vio cómo el café se había derramado sobre la camisa impecable de su jefe, dejando una mancha marrón.

—Lo… lo siento, jefe —dijo corriendo hacia él, sacando un pañuelo de su bolsillo del pantalón para limpiar a Juan Pablo—. Yo se lo limpio, no se preocupe.

Pero al dar un paso, tropezó con el tapete de la oficina.

—¡Ay, madre mía! —gritó mientras perdía el equilibrio y caía encima de Vladimir.




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