La dulce, tierna y despistada secretaria del Ceo

LA TORPEZA ENCANTADORA DE HELENA

Helena salió de la oficina como si hubiera escapado de una cárcel. Se encogió de hombros, apretó el bolso contra su cuerpo y suspiró.

—Por fin se acabó otro día de mi jornada laboral —murmuró, sintiéndose libre por unas horas, como si las cadenas invisibles de su escritorio se hubieran roto.

El aire fresco de la tarde le acarició el rostro, aunque también le revolvió el cabello, que había intentado acomodar en un moño elegante esa mañana y ahora parecía más un nido de pájaros.

El celular sonó justo cuando caminaba hacia la parada del bus. Con la misma coordinación de un pulpo borracho, metió la mano en el bolso y comenzó a revolver. Sacó primero un paquete de galletas abiertas, después un bolígrafo sin tapa que le manchó los dedos de azul y finalmente un recibo arrugado. El teléfono seguía sonando como si se burlara de ella.

—¡Ya va! —gruñó Helena, logrando atraparlo en el fondo del bolso como si fuera un pez escurridizo.

Al contestar, su voz cambió de inmediato, por una dulce y cariñosa.

—Hola, abuelito lindo.

Del otro lado, la risa del abuelo resonó como música.

—Hola, mi hermosa nietecita. ¿Ya saliste del trabajo?

—Sí, abuelito, ya voy llegando a la parada del bus. Pero voy a tener que correr, que si no lo pierdo y me toca esperar media hora más. Voy colgando, te veo en la casa.

—Corre, pero no te me vayas a caer —le advirtió el abuelo con tono de broma.

Helena no alcanzó a responder. Colgó y guardó el celular en el bolso, comenzando una carrera improvisada como si estuviera compitiendo en los Juegos Olímpicos de las oficinistas desesperadas.

El problema fue que, al llegar a la esquina, no vio la piedra que descansaba ahí, tranquila, como esperando ser protagonista de una desgracia.

—¡Ay, no! —gritó Helena antes de tropezar y caer de cara al suelo.

El golpe resonó más fuerte en su dignidad que en el pavimento. Se raspó las rodillas, y sus medias veladas, que había estrenado esa mañana, quedaron destrozadas como si un tigre las hubiera arañado.

—¡Perfecto! —exclamó, sentada en el suelo, sacudiéndose el polvo del saco—. Ahora parezco una heroína de acción… pero sin glamour.

Un par de personas que pasaban por ahí la miraron con disimulo, intentando no reírse. Ella, con el orgullo herido, se levantó tambaleándose y corrió hacia el bus que ya estaba a punto de arrancar. Alcanzó a subir justo cuando el conductor estaba cerrando la puerta.

—¡Gracias, señor! —jadeó, mientras el conductor la miraba con expresión de no entender si se trataba de una loca o de una atleta mal entrenada.

El bus estaba casi lleno, pero milagrosamente encontró una silla. Se dejó caer en ella con un suspiro.

—Sobreviví —susurró con alivio.

El cansancio y el golpe en las rodillas le pasaron factura. En cuestión de minutos, el vaivén del bus la arrulló. Helena cerró los ojos y se quedó dormida. Y ahí empezó el verdadero espectáculo: soñó con los abdominales marcados de su jefe, don Juan Pablo, que parecía haber salido de una revista de fitness.

—Ay, jefe… —murmuró Helena en voz baja, con una sonrisa boba en el rostro—. Qué tableta de chocolate tan deliciosa.

A medida que el sueño avanzaba, empezó a babearse. Un hilito de saliva se deslizó por la comisura de sus labios, resbaló por su barbilla y manchó la blusa. Ella, completamente inconsciente, recostó la cabeza en la ventana y soltó un ronquido tan cómico que el pasajero de al lado tuvo que cubrirse la risa con la mano.

El sueño era tan vívido que, en su mente, ella estaba acariciando los músculos del jefe como si fueran obras de arte. En la realidad, estaba acariciando el bolso del pasajero de al lado, que la miraba con los ojos como platos.

—Señorita… —intentó advertirle el hombre, incómodo.

Helena respondió en sueños:

—Ay, jefe, no sea tímido.

El pasajero, rojo de la vergüenza, terminó cambiándose de puesto, dejando que la pobre Helena siguiera en su espectáculo de sonambulismo romántico.

El bus continuó su recorrido, cada vez con menos pasajeros. Hasta que, finalmente, solo quedó ella. Helena, ahora recostada de lado, se había acomodado en las sillas como si fueran su cama personal. Tenía una pierna doblada, la otra estirada, y seguía babeando felizmente.

Cuando el conductor frenó en la penúltima parada, ella se despertó con un sobresalto.

—¡Ay, Virgen Santa! —dijo, incorporándose de golpe y limpiándose la baba con la manga—. ¿Dónde estoy?

Miró por la ventana y se dio cuenta de que ya casi pasaba su parada. Se levantó de golpe, tambaleándose por el sueño, y corrió hacia la puerta.

—¡Señor conductor, me bajo en la otra esquina, por favor!

El hombre solo rodó los ojos.

—Señorita, se quedó dormida como dos viajes completos.

—¿Dos viajes? —preguntó Helena horrorizada—. ¡No puede ser! Ahora mi abuelito me va a regañar.

El conductor no contestó, solo abrió la puerta. Helena bajó con tanta prisa que casi se vuelve a caer.

Cuando llegó a casa, abrió la puerta de golpe, todavía agitada. El olor a sopa caliente la envolvió y le devolvió algo de calma.

En la sala, su abuelo estaba sentado en el sillón favorito, con el televisor encendido en un noticiero que no estaba mirando realmente. Tenía una taza de café en la mano y una sonrisa en los labios al verla entrar hecha un desastre.

—¿Qué te pasó, Helena? —preguntó, levantando una ceja.

Helena levantó las medias rotas y mostró las rodillas raspadas.

—El pavimento y yo tuvimos un encuentro romántico —respondió, con un gesto dramático—. Y adivina quién ganó.

El abuelo soltó una carcajada, casi atragantándose con el café.

—Te dije que no corrieras, pero no me haces caso.

—Abuelito, si no corría me dejaba el bus y me tocaba esperar media hora.

—Pues mejor esperar que andar con las rodillas raspadas. —El abuelo negó con la cabeza, divertido—. Ven, siéntate que te limpio esas heridas antes de que se te infecten.




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