Helena entró a la empresa como un rayo de luz, como si los pasillos apagados y fríos de aquel edificio gris hubieran estado esperando su llegada para respirar un poco de vida. Su bolso colgaba de su hombro derecho, en la mano izquierda cargaba con el café de su jefe una tarea que odiaba, porque el hombre parecía tener el olfato de un sabueso para notar cuando algo no estaba exactamente como le gustaba , y en su rostro se dibujaba una sonrisa encantadora, inocente, capaz de ablandar hasta al más gruñón de los porteros.
—Buenos días, compañera —saludó con esa energía chispeante a Clara, la recepcionista, quien era además la única persona de la oficina con la que realmente hablaba sin temor a equivocarse.
—Helena, el jefe ya llegó —exclamó Clara en un susurro urgente, aunque no pudo evitar sonreír con complicidad.
Helena parpadeó sorprendida, inclinando la cabeza como si le hubieran dicho que la tierra era plana.
—Pero si falta más de media hora para mi entrada… —respondió con voz apagada, como si la vida se le fuera en ese detalle injusto.
—Corre, Helena —dijo Clara, levantando una ceja con gesto divertido, como quien sabe que viene tormenta.
—¿Por qué? —preguntó Helena, dejando caer su bolso sobre el mostrador y acomodándose con descaro en la recepción, olvidándose por completo que tenía en las manos la bebida sagrada del ogro que gruñia como jefe.
Clara cruzó los brazos y la miró con cara de “¿es en serio?”, pero luego se inclinó un poco hacia ella, bajando la voz.
—Helena, el jefe está de muy mal humor. Enojado, para que me entiendas. Y todo por ese café que tienes en las manos.
Los ojos de Helena se abrieron como dos soles. Tragó saliva y estuvo a punto de dejar caer el vaso ahí mismo.
—Eso no es raro —replicó con un puchero infantil—. Siempre está como un ogro, gruñón, amargado… ¡sabe a quién se parece! Al tierno Shrek, ese de la película de Disney, ¿o era de Pixar? Bueno, lo mismo… Y yo soy la pobre Fiona.
Clara no pudo contener una carcajada, y el sonido retumbó en la recepción como un eco prohibido.
—Eres incorregible, Helena.
Pero Helena ya había salido corriendo hacia el ascensor, gritando como si llevara un mensaje de vida o muerte. El café temblaba en sus manos, sus tacones chocaban contra el piso como si estuviera tocando un tambor improvisado, y en su cabeza ya podía imaginarse la cara del jefe al verla entrar tarde… y encima con la bebida que probablemente iba a estar demasiado fría, o demasiado caliente, o con un grano de azúcar de más.
El ascensor llegó, y Helena entró como una heroína dispuesta a enfrentar la batalla final.
—Vamos, Helena, tú puedes —se animó a sí misma frente al espejo del ascensor—. No es tan terrible. Solo es tu jefe. Tu ogro jefe. El ogro más apuesto, musculoso y malhumorado de todos.
Suspiró, se acomodó el cabello y trató de poner cara seria, pero no pudo evitar hacerle morisquetas a su reflejo.
Cuando las puertas se abrieron, salió tan rápido que no calculó el obstáculo que venía frente a ella, una muralla. No, no era una muralla, era algo peor. Una pared de músculos.
El café voló de sus manos en cámara lenta, describiendo un arco perfecto en el aire antes de estrellarse contra una camisa blanca que dejó de ser blanca en cuestión de segundos.
Helena levantó la mirada y se encontró con los ojos furiosos de Juan Pablo, su jefe, quien la observaba con esa expresión de “ahora sí me las pagas”.
—¡Maldita sea, Helena! —gritó, mientras trataba de apartar la bebida que chorreaba sobre él—. Llegas tarde y de paso me bañas en café.
Helena tragó saliva y, con las manos temblorosas, buscó servilletas que no existían.
—Lo… lo… lo siento, jefecito. Perdón. Yo… yo intenté… bueno, es que el ascensor, y Clara, y Shrek…
—¿Shrek? —rugió Juan Pablo, arqueando una ceja.
—Nada, nada, yo no dije nada —respondió ella, llevándose las manos a la boca, como si pudiera encerrar sus palabras antes de que siguieran saliendo.
Juan Pablo cerró los ojos un segundo, intentando no perder la poca paciencia que le quedaba. Mientras tanto, Helena aprovechó para mirarlo de arriba abajo: la camisa ajustada, los músculos marcados bajo la tela empapada, el gesto severo que lo hacía parecer más un actor de película de acción que un jefe de oficina. Y entonces, como si no aprendiera nunca, dejó escapar un comentario que no debía.
—Al menos ahora sí se le marcan los abdominales, jefe. Qué envidia…
El silencio fue tan incómodo que hasta el café goteando sobre el piso sonaba demasiado alto. Clara, desde la recepción, hubiera pagado por ver esa escena.
—Helena —dijo él, con la voz tan grave que retumbó en el pasillo—. Entre todas las asistentes que pude contratar, tuve que quedarme con la que me convierte cada mañana en su experimento de desastre.
Helena bajó la cabeza, apretando los labios en un intento inútil de no reírse.
—Pero… ¿sabe qué? —se atrevió a decir, levantando un dedo tímidamente—. Yo creo que en el fondo, muy en el fondo, usted me aprecia.
—¿Apreciarte? —Juan Pablo rió sin humor, un sonido seco, incrédulo—. Helena, si no me quedo calvo antes de los cuarenta, será un milagro.
Ella lo miró con esos ojos grandes, brillantes, que parecían de niña. Y entonces, sin poder evitarlo, soltó la carcajada que llevaba reprimiendo.
—¡Pero es que su cara fue épica cuando le cayó el café! Así, mire, como si hubiera visto un fantasma.
Imitó su gesto exageradamente, y aunque Juan Pablo intentó mantenerse serio, un leve movimiento en la comisura de sus labios lo traicionó.
—Helena… —dijo, intentando sonar amenazante.
—Sí, jefe.
—Deje de hacerme reír.
—¿Entonces sí se rió? —preguntó ella, ilusionada como si acabara de ganar la lotería.
Juan Pablo rodó los ojos y se dio la vuelta, caminando hacia su oficina.
—Traiga otra camisa de la tintorería. Y un café nuevo.