La dulce, tierna y despistada secretaria del Ceo

UN CAFÉ CON DESTINO A TRAGEDIA

Helena salió de la empresa con el bolso colgado al hombro y la misión más peligrosa de todas, traerle a su jefe un nuevo café y, de paso, la camisa limpia. Se había jurado a sí misma que esta vez nada saldría mal. Nada de café en el suelo, nada de camisas arruinadas, nada de caras largas de Juan Pablo.

—Vamos, Helena, tú puedes —se dijo en voz alta, mientras caminaba con un aire de heroína—. Segundo intento. Que el café no sea tu enemigo. Café, sé bueno conmigo. No me odies.

La gente que hacía fila para el ascensor la miró con rareza , porque no todos los días veían a una mujer hablándole a una bebida imaginaria. Pero Helena, con esa seguridad que solo los despistados felices poseen, les sonrió como si fueran viejos amigos.

—Buenos días, compañeros de elevador —dijo levantando la mano como si fuera una reina saludando desde un balcón—. No teman, no estoy loca… o solo un poquito, pero es manejable.

Algunos rieron, otros desviaron la mirada, y el ascensor llegó para salvarlos de seguir en aquella conversación improvisada por Helena .

En la cafetería, Helena se enfrentó a la prueba del dragón. El dragón era la lista interminable de instrucciones de Juan Pablo. Se paró frente a la barista, sacó un papel arrugado del bolsillo y respiró hondo como si estuviera por recitar una obra de Shakespeare.

—Un café americano —empezó con solemnidad—. Sin espuma. Con dos sobres de azúcar exactos, no más, ni menos. Sin leche. Sin crema. Sin canela. Sin cacao. Sin ese polvito que ustedes le echan que huele rico, pero que mi jefe dice que le da dolor de cabeza. Sin nada que no sea estrictamente café, agua y dos benditos sobres de azúcar.

La barista, una muchacha joven contuvo la risa y se llenó de paciencia, luego la miró con media sonrisa.

—¿Algo más?

—Sí. Que esté a la temperatura exacta de “ni te quemas la lengua ni parece agua de florero”.

La barista soltó una risa.

—¿Y eso cómo se mide?

—Con el corazón —respondió Helena llevándose la mano al pecho como si fuera poeta.

Cuando por fin tuvo el vaso en las manos, lo sostuvo como si fuera un bebé recién nacido. Caminó despacio, cada paso medido, como si la vida del planeta dependiera de que el café llegara intacto a la oficina.

—Esta vez no fallaré —susurró solemnemente, como si estuviera pronunciando un juramento de sangre—. Lo juro por la Santa Arepa Bendita de mi abuelita.

Pero Helena siendo Helena, al girar para salir chocó con un empleado que entraba apresurado. El vaso se tambaleó peligrosamente, ella soltó un grito que retumbó en toda la cafetería.

—¡No, no, no! ¡No me traiciones, café! —gritó abrazando el vaso contra su pecho como si fuera un tesoro.

Milagrosamente, el líquido no se derramó. La barista y el empleado la miraron con cara de “esta mujer está cada día más loca”.

Helena levantó la barbilla, orgullosa, y anunció en voz baja:

—Triunfé.
De regreso a la empresa, caminó con cuidado, como si el piso fuera de vidrio. Cada paso era un drama, cada respiro una plegaria. La gente la observaba con curiosidad: una secretaria con cara de concentración máxima, cargando un café como si fuera dinamita.

—Un mal paso y esto explota —murmuraba para sí, pero con su voz suficientemente alta como para que un señor de traje la mirara preocupado.

Llegó finalmente a la puerta de la oficina de Juan Pablo. Tocó suavemente con el pie.

—Pase —se oyó la voz grave de Juan Pablo desde adentro.

Helena entró, levantando el café como si fuera un trofeo olímpico.

—Misión cumplida, jefecito. Café, temperatura exacta, azúcar medida al milímetro, y sin rastro de espuma rebelde.

Juan Pablo la miró desde detrás de su escritorio, aún con la camisa manchada de café de su primer desastre del día.

—¿Y mi camisa? —preguntó con tono severo.

Helena parpadeó.

—Ah… la camisa. Sí, claro. La camisa. Bueno… lo que pasa es que el de la tintorería me dijo que tardaba una hora. Pero tranquilo, yo puedo lavarla en el baño con jabón de manos y secador de aire. Queda como nueva.

El hombre la miró horrorizado.

—Ni se le ocurra, Helena.

Ella sonrió nerviosa, levantando los hombros.

—Era broma… creo.

Juan Pablo suspiró, llevándose la mano a la frente como quien soporta un martirio todos los días y lo peor que no se lo puede quitar de encima.

—¿Por qué me haces esto todas las mañanas?

Helena se acercó con pasos juguetones, como si estuviera bailando.

—Tal vez porque alguien tiene que recordarle que la vida no es tan seria, jefecito.

Él levantó la vista, y por un instante, aunque no lo admitiría jamás, pensó que tenía razón. Aquella asistente torpe, dulce y despistada lograba arrancarle sonrisas en medio de su rutina gris.

Helena dejó el café sobre el escritorio con la delicadeza de quien coloca una bomba nuclear.

—Listo. Ahora sí puede trabajar sin gruñir.

Juan Pablo tomó el vaso, lo probó y arqueó las cejas.

—Está… perfecto.

Helena abrió los ojos como platos y dio un salto de emoción.

—¡Lo logré! ¡Aleluya, lo logré! Que suenen los tambores, que bailen las mariposas, que mi abuelita se entere que no soy un fracaso en la vida.

—Helena, baje la voz —pidió él, aunque la comisura de sus labios se curvaba hacia arriba.

Ella se inclinó hacia él, sonriendo con picardía.

—Admítelo, jefecito, usted estaría perdido en esta empresa sin mí.

—Perdido, tal vez. Tranquilo, seguramente sí.

Ella se encogió de hombros.

—Pues al menos no se aburriría.

En ese momento, entró Clara, la recepcionista, con un montón de papeles. Al ver la escena —Helena celebrando como si hubiera ganado un mundial y Juan Pablo con cara de resignación— soltó una carcajada.

—Helena, ¿otra vez salvando el día?

—No, Clara —respondió ella con aire dramático—. Esta vez salvé la galaxia entera.

Juan Pablo resopló, negando con la cabeza.




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