Helena bajó las escaleras como si la estuviera persiguiendo una estampida de búfalos, con el cabello revuelto, la blusa mal abotonada y una zapatilla desatada.
—¡Abuelo, abuelito, me quedé dormida! —gritaba mientras saltaba el último escalón—. Se me va a hacer tarde para llegar a la empresa, y hoy tengo que organizar la sala de juntas para una reunión de socios… eso creo… o ya no me acuerdo. ¡Ay, qué estrés tan horrible!
El abuelo, solo pedia paciencia infinita, estaba en la cocina sirviendo el desayuno con la calma de quien ya había visto de todo en la vida.
—Mi niña, apuesto que está mañana dijiste “cinco minutos más y me levanto” y se convirtió en una hora —habló el abuelo con voz pausada mientras servía chocolate caliente en una taza.
Helena, con el cabello despeinado como un nido de pájaro, lo miró con ojos grandes de culpable y se dejó caer en la silla.
—Sí, abuelito lindo, pechochooooo —dijo exagerando la voz con ternura, mientras hacía un puchero como una niña pequeña—. Pero lo más cansón no es eso, ¡es el bus! Ese bus parece la competencia de lucha libre , uno se tiene que colgar, agarrar, empujar, y al final siempre termino despeinada, como si hubiera peleado con un ventilador gigante.
El abuelo soltó una carcajada mientras le pasaba un plato con arepas recién hechas.
—Te tengo una sorpresa, Helena.
—¿Cuál sorpresa, abuelo? —preguntó con la boca llena, mientras guardaba a toda velocidad su almuerzo en el bolso, sin fijarse que estaba metiendo también un calcetín limpio que había quedado sobre la mesa.
—El auto. Lo saqué ayer del taller. Aquí están las llaves —dijo, levantándolas como si fueran un trofeo brillante.
Helena abrió los ojos como platos y soltó un grito tan fuerte que hizo saltar al gato que dormía en la ventana.
—¡Eres único, abuelito! —corrió hacia él, agarró las llaves y lo llenó de besos ruidosos en la mejilla—. Prometo que lo cuidaré como a la niña de mis ojos… aunque yo no tenga niña, pero si tuviera, sería igualita al carro.
El abuelo rió de nuevo y negó con la cabeza.
—Con tal de que no lo estrelles como la última vez que intentaste estacionar, me conformo.
—Eso fue un accidente… el árbol se me atravesó, abuelo. Él tuvo la culpa.
—El árbol lleva veinte años en el mismo lugar, Helena.
—¡Ah! Entonces es un árbol terco —contestó ella, dándole un mordisco a la arepa y levantándose de un salto—. ¡Me voy!
El trayecto a la empresa fue como una fiesta privada. Helena encendió el radio, subió el volumen al máximo y comenzó a cantar la famosa canción de la secretaria con tanta pasión que parecía estar en un concierto.
—¡Pobre secretaria! ¡Hay, señor! —cantaba a todo pulmón, dando golpecitos al volante como si fueran tambores—. Esa pobre secretaria soy yo, que sueño con esos abdominales… —soltó una carcajada mientras movía los hombros al ritmo—. Ay, Diosito lindo, me imagino que esos cuadritos deben ser como chocolate Hershey, listos para morder.
En un semáforo, un señor en bicicleta la miró raro, como si estuviera loca. Helena, sin perder el ritmo, le sonrió y le lanzó un beso volado.
—¡Buenos días, vecino ciclista, sonríe que la vida es corta! —le gritó mientras el semáforo cambiaba.
De nuevo, siguió su concierto personal.
—Me imagino su bananon, debe ser grande y jugosito, eso creo… ya que tiene pie grande. Y dicen que pie grande, ya tú sabes… —se tapó la cara con una mano y soltó una risa nerviosa—. ¡Ay, Helena, cállate! No pienses esas cosas del jefecito gruñón. Pero es que, ¡qué jefe!
Mientras cantaba, recordó el día anterior en la oficina. Su jefe, Juan Pablo, había llegado con la camisa ajustada, los botones casi pidiendo auxilio, y ella casi se atragantó con el café.
—Ese hombre es un peligro público —murmuró con picardía, riéndose sola—. Una arma de destrucción masiva en forma de traje elegante.
De repente, el celular empezó a sonar. Helena contestó en altavoz mientras seguía manejando. Era Clara, la recepcionista de la empresa.
—Helena, ¿dónde andas? El jefe ya llegó y preguntó por ti.
—¡Ay, Virgen santísima! —pegó un grito que casi hizo chocar al ciclista que iba al lado—. Ya voy volando, Clara, dile que estoy en camino.
—Más te vale, porque si llegas tarde otra vez, capaz y te pone a organizar el archivo muerto de veinte años.
—Clara, no me asustes. Yo ahí me muero entre tanto polvo. Y si me muero, dile a mi abuelo que me entierren con mi celular, para que en el más allá pueda seguir al jefe en Instagram.
Clara soltó la carcajada.
—Estás loca, Helena. Apúrate, que el jefe no está de humor.
Helena colgó, suspiró profundo y subió aún más el volumen de la música.
—Tranquila, Helena, tú puedes. Tú eres una guerrera, una secretaria con poderes mágicos… bueno, mágicos no, pero sí con buen rímel.
Al llegar a la empresa, estacionó el carro de forma tan brusca que el encargado del parqueadero salió corriendo a mirar si había algún choque.
—Señorita Helena, casi tumba el muro.
—Tranquilo, don Ramiro, es estilo de manejo deportivo… ¡rápido y furioso versión femenina!
—Pues casi nos deja sin portería.
—Ay, no sea así, mire que estoy aprendiendo —le sonrió con ternura y corrió hacia la entrada, todavía acomodándose la blusa y el cabello.
Al entrar al edificio, saludó a todo el mundo como si fuera la reina de un reinado popular.
—¡Buenos días, mundo! ¡Levanten esas caras que hoy es un día glorioso! —dijo levantando los brazos.
Algunos empleados le respondieron con risas, otros con un simple movimiento de cabeza. Helena siempre lograba arrancar una sonrisa, aunque llegara hecha un desastre.
En la recepción, Clara la esperaba con los brazos cruzados.
—Llegaste tarde otra vez, Helena.
—No, tarde no. Llegué justo en el momento en que la empresa necesitaba mi brillo y mi carisma —contestó haciéndose la importante, pero enseguida se acercó y le susurró—. ¿Está bravo?