El ruido era el sonido de la felicidad en casa de los Salas. No un caos desordenado, sino una sinfonía predecible de cucharadas, risas, y la voz enérgica de Daniela dirigiendo la orquesta familiar desde el cabecero de la mesa. Para Beatriz Salas, de diecisiete años, esa cena era la ancla que la mantenía firme mientras su mente navegaba entre ecuaciones diferenciales y la inminente selectividad. Su santuario no era solo su habitación, repleta de libros de texto y apuntes perfectamente organizados; su verdadero refugio era esa mesa de comedor, sólida y caoba, que prometía estabilidad.
Daniela, su madre, una pediatra con el carácter firme que se necesita para tratar con padres histéricos y niños asustados, golpeó suavemente la mesa. "Manuel, ¿cuántas veces tengo que decirte que no uses el cuchillo para hacer una montaña de puré? ¡Y dime cómo estuvo ese examen de Sociales!"
Manuel, el hermano menor de doce años, que parecía llevar un imán para los problemas escolares, intentó escabullirse del tema con una sonrisa angelical. "¡Estuvo delicioso, mamá! ¿Puedo repetir?"
"No te salgas por la tangente, Manuel," intervino una voz profunda y calmada. Era Piero Salas, el padre, un abogado renombrado cuya presencia imponente se suavizaba solo en casa. Sentado, proyectaba una aura de ética y moral inquebrantable, la misma que aplicaba en el tribunal y en la crianza de sus hijos. "La honestidad es el primer principio, hijo."
Piero se giró hacia Beatriz, su mirada atenta. "Y a ti, mi niña. ¿Cómo va esa preparación para la Beca Santander? ¿Necesitas que te despeje alguna x complicada?"
Beatriz sonrió. "Todo bien, papá. La geometría espacial es mi favorita ahora. Y no te preocupes, la universidad es el objetivo, pero si no consigo la beca, buscaré otras opciones."
Antes de que Piero pudiera responder, la puerta principal se abrió con un golpe familiar. David Salas, el hermano mayor de treinta años, entró como un torbellino, Ingeniero mecánico y dueño de una exitosa concesionaria, David era el epítome del éxito soltero y ruidoso.
"¡Llego tarde, lo sé, lo sé! Pero la señora Martínez se decidió por el turbo y tuvimos que negociar hasta el último centavo," anunció, antes de dirigirse directamente a Beatriz.
David se deslizó en la silla a su lado y le revolvió el pelo con una familiaridad protectora. "Hola, mi matemática favorita. Espero que no te hayas comido mi parte del pastel de limón. ¿Cómo va el estudio? Si te hace falta dinero para una academia extra o lo que sea, me lo dices. Para eso está tu hermano mayor, ¿no?"
Beatriz sintió ese calor familiar, ese afecto sin fisuras que la hacía sentir la persona más afortunada del mundo. David siempre la trataba con esa mezcla de admiración y sobreprotección que ella secretamente amaba.
"No te preocupes por el dinero, David. Con lo que gano con mis tutorías y mis notas, creo que puedo defenderme," contestó ella, aunque la idea de la beca internacional era un dulce sueño.
Daniela, notando la dirección de la conversación, miró a su esposo y luego a David con una intensidad particular. "Beatriz es más que capaz. Y sea cual sea el camino que escoja, tendrá todo nuestro apoyo, hasta el último recurso, ¿verdad, Piero?"
Piero asintió, su rostro inexpresivo por un momento, un pequeño atisbo de tensión en sus ojos que nadie pareció notar. "Absolutamente, Daniela. Y estoy dispuesto a revisar todos los documentos necesarios, los personales y los del colegio. Queremos asegurarnos de que no haya ningún obstáculo."
La conversación continuó por otros derroteros triviales: Manuel por fin confesando que había sacado un seis raspado, David bromeando sobre su última cita fallida. Pero el comentario de Piero, ese de "revisar todos los documentos personales", se quedó flotando en el aire de Beatriz. Era una tarea mundana, pero la primera pieza de un mecanismo que estaba a punto de fallar.
Esa noche, acostada, Beatriz pensó en la vida que tenía: la seguridad de un padre recto, el amor firme de una madre dedicada, y la incondicionalidad de sus hermanos. Era una vida perfecta. Demasiado perfecta, tal vez.