La Ecuacion De Mi Hogar

Capítulo 4: La Geometría del Dolor

Los días posteriores al descubrimiento se sentían como si Beatriz caminara sobre cristal. En casa, el aire era espeso, saturado de culpa y amor desesperado. Piero intentaba compensar con silencios atentos, Daniela con platos favoritos y David con chistes forzados. Pero cada mirada de ellos era una confirmación de la mentira que había sostenido su vida, y ella no podía soportarlo. Necesitaba un lugar donde no fuera el epicentro de un drama, un lugar donde su valor se midiera por su intelecto, no por su genética.

Ese lugar era el aula 3-B, el reducto de las matemáticas avanzadas, bajo la atenta mirada de la señora Astrid Vega.

Astrid Vega, a sus cuarenta años, tenía la precisión de un transportador de ángulos. Su pasión por la lógica y su trato justo la hacían la única adulta en la vida de Beatriz que no tenía un interés emocional directo en el secreto.

—Señora Vega, ¿tiene un momento? —preguntó Beatriz al final de la clase de Cálculo Avanzado, con una voz extrañamente formal.

La profesora recogía sus apuntes y notó de inmediato la turbulencia detrás de los ojos brillantes de su alumna estrella. —Claro, Beatriz. Siéntate. ¿Te preocupa la demostración de Cavalieri?

Beatriz se sentó y negó con la cabeza, sintiendo que un nudo de meses se deshacía en su garganta. No podía hablar de matemáticas. Tenía que hablar de la vida.

—Es… es algo personal. Muy personal.

La Sra. Vega cerró su libro, dedicándole toda su atención. —Dime. Sabes que lo que se dice en este aula se queda aquí, entre el teorema de Pitágoras y la fórmula cuadrática.

Beatriz tomó una respiración temblorosa y, con una claridad sorprendente, le contó la esencia de su quiebre: el descubrimiento, la adopción, la sensación de ser una impostora. No mencionó los nombres de sus padres para protegerlos de su propia rabia, pero la confesión era brutalmente honesta.

La Sra. Vega escuchó sin interrumpir, la única expresión en su rostro era la calma compasiva.

—Entiendo tu dolor, Beatriz. El suelo se ha movido bajo tus pies. Pero déjame hablarte en un lenguaje que conoces bien. Estás enfrentando una ecuación con una sola incógnita —comenzó la profesora, apoyando las manos sobre la mesa—. La familia Salas, tu vida de diecisiete años, es el conjunto de valores conocidos. La lealtad de tu hermano David, la seguridad de Piero, el amor protector de Daniela, son constantes.

—La variable desconocida es el porqué y el quién de tu origen biológico —continuó—. No puedes permitir que la búsqueda de esa única variable negativa, la que te abandonó, anule el valor positivo de todas tus constantes.

Beatriz la miró, la lógica de su maestra penetrando el caos emocional. —Pero si no resuelvo la incógnita, la ecuación nunca será cierta. Siempre habrá una parte que es falsa.

—No. La resolución de la incógnita puede demostrar que esa parte siempre tuvo un valor de cero o, peor, un valor negativo para tu vida. Y en ese caso, el resultado de la ecuación (tu felicidad) se basa enteramente en tus valores conocidos: tu hogar.

La profesora le aconsejó buscar, sí. Pero hacerlo con la mente de una investigadora, no de una hija dolida. Le sugirió buscar las pistas que tenía en el expediente, como si se tratara de la solución a un acertijo.

—Ve y busca tu verdad. Pero cuando la encuentres, no dejes que el resultado final te ciegue ante la verdad que ya tienes: el amor es un valor elegido, más poderoso que el de la sangre. Y recuerda, mi puerta siempre está abierta, sea para una clase o para despejar una duda existencial.

Ese consejo fue la llave que Beatriz necesitaba. Le dio permiso para buscar sin sentirse desagradecida o traidora. Salió del aula con una nueva determinación.

Al pasar por los casilleros, se encontró con Santiago, quien estaba guardando sus libros con su habitual postura encorvada e introvertida. Él levantó la vista y notó algo diferente. No la tensión de los últimos días, sino una palidez más profunda, como si acabara de tener una revelación.

—¿Estás bien, Bea? —preguntó, su voz baja y genuina.

Beatriz se mordió el labio. Sentía la necesidad imperiosa de soltar la verdad, de compartir el peso con alguien que no perteneciera a su drama. Santiago. Era tranquilo, inteligente y, sobre todo, un extraño a la familia Salas. Podía ser su aliado silencioso.

—No... no lo estoy. Necesito hacer algo. Algo muy difícil.

—Lo que necesites. Soy bueno buscando cosas —murmuró él, sin presionar.

Beatriz sintió un pequeño brote de esperanza. El expediente mencionaba un orfanato ya cerrado y una fecha. Era un hilo delgado, pero un hilo al fin.

—Necesito que me ayudes a encontrar una dirección muy antigua —dijo, la primera mentira de su búsqueda. El primer paso ya estaba dado, y por primera vez, no se sentía sola




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